Adrián Zapata
Ya está presentado el dictamen favorable a la iniciativa de ley que reforma el Decreto 145-96 del Congreso de la República, Ley de Reconciliación Nacional, que es una expresión de lo que puede denominarse “ley de perdón y olvido”. Se declara en esa iniciativa de ley “la amnistía o extinción total de la responsabilidad penal por los delitos que, hasta la entrada en vigencia de esta ley, hubieran cometido en el enfrentamiento armado interno, como autores, cómplices o encubridores, las personas que pertenecieron a la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), así como las autoridades del Estado, miembros de sus instituciones o cualquier otra fuerza establecida por ley, perpetrados con los fines de prevenir, impedir, perseguir o reprimir la acción de la URNG o sus unidades integrantes, amnistía que se extiende a todos los delitos tipificados en el Código Penal y otros cuerpos legales vigentes al 27 de diciembre de 1996”. Esta ley no sólo sería contraria al ordenamiento internacional referido a delitos atroces (crímenes de guerra, de lesa humanidad y genocidio), sino que también al propio contenido del Acuerdo de Paz donde se aborda este tema, ya que la extinción de la responsabilidad penal allí planteada no es plena y plantea excepciones relacionadas precisamente con dichos delitos atroces.
Esta iniciativa legislativa no es un acto aislado, ni es extraña al contexto político prevaleciente, creado desde el Ejecutivo y el Legislativo, con la alianza que se ha producido entre las fuerzas recalcitrantes que sobreviven y se han vuelto relevantes. Los presidentes de ambos organismos del Estado son representantes de dicha alianza.
En este contexto de regresión política de naturaleza antidemocrática, se encuadran las pretensiones de quienes resisten la lucha contra la corrupción y la impunidad porque ella afecta la existencia misma de un “stablishment” que se resiste a abandonar prácticas corruptas, así como a tener que afrontar las consecuencias penales de las mismas. De igual manera, en ese contexto se ha desatado el reinicio de la violencia política, ahora dirigida, igual que en el pasado contrainsurgente, a los liderazgos campesinos más beligerantes, particularmente el CCDA y CODECA. Otro elemento de este escenario es el reavivamiento del discurso ideológico de la contrainsurgencia, que enerva de nuevo la confrontación social.
Ahora bien, todos estos hechos regresivos se deben interpretar en el marco de la polarización social y política que existe, aunque haya quienes la pretenden minimizar argumentando que es una impresión creada por los actores interesados en revertir los avances logrados en la lucha contra la corrupción y la impunidad. Sin embargo, el argumento sobre quienes promueven esta impresión no niega la existencia de tal polarización.
Pero tratando de rescatar aspectos positivos de toda esa situación tenebrosa, es necesario reivindicar el fin último de la justicia transicional, que es la aplicable en casos como el guatemalteco. Me refiero a la búsqueda de la necesaria reconciliación nacional, sin la cual el futuro de Guatemala seguirá sin tener acuerdos nacionales que posibiliten concertar una ruta de desarrollo, en términos políticos, pero también socioeconómicos.
El triángulo verdad, justicia y perdón es difícil que sea equilátero y que se pueda construir con armonía para producir reconciliación y paz. Es urgente crear condiciones que posibiliten desmontar el escenario de polarización predominante, para lo cual, insisto una vez más, se hace necesaria la concertación nacional alrededor de una agenda mínima. Pareciera que en dicho esfuerzo, la discusión de la reconciliación nacional es un tema a incluir.