Eduardo Blandón

No, absolutamente, no podemos estar bien.  Por más que el predicador optimista diga lo contrario y se lean libros de superación, es difícil convencerse de que el mundo vaya mejor.  Y no son los periódicos con sus noticias morbosas y sesgadas, ni la contaminación que envenena los pulmones la principal evidencia, es un poco todo.

Se trata de una especie de mecanismo en crisis, el desajuste de un sistema sin reparación aparente.  Y no exagero porque las pruebas están a la vista.   Por un lado, los bancos robando a mansalva, con ejecutivos atracadores de campeonato, refinados, formados en escuelas sin ninguna base moral, inescrupulosos, superficiales, tontos de pacotilla, con la virtud (esa que no es poca cosa) de haber aprendido a desfalcar a los clientes.

Un engranaje imperfecto si no fuera por la colaboración de los políticos.  La relojería camina como reloj suizo. Los bancos, las instituciones que administran las tarjetas de crédito, roban al amparo de una legislación permisiva. Y ni se nos ocurra protestar porque tienen el poder de enviarnos al calabozo por, por ejemplo, terrorismo financiero… lo que sea, porque ellos son la posmoderna clerecía medieval con un ejército de Torquemadas en su defensa.

Por si no fuera poco, el edificio legal construido ha contado con el favor de un ejército de leguleyos venales, corrompidos por la ambición y el dinero.  Son ellos los arquitectos del sistema impío que la ciudadanía sufre a diario por haber relegado las normas elementales de conducta.  Porque, es evidente, que el sistema jurídico es perverso, ineficiente y corrupto. Un mamarracho hecho a conveniencia para dar espacio a la marrullería que en su libertina casuística beneficia al corruptor.

Así, el sistema bancario lucra sin riesgo.  Primero, poniendo de rodillas a sus clientes, aprovechándose de la necesidad de las familias vulnerables; luego, haciendo la vista gorda o disimulando inversiones de dudosa proveniencia, sirviendo de lavadero a dinero mal habido con plena conciencia (no son imbéciles ni se les cae la baba).  No, aunque usted los vea en las iglesias píos y religiosos o dando dinero para alguna fundación de beneficencia, llevan la marca de la bestia en sus cabezas, no lo olvide.

No podemos estar bien, de ninguna manera. Para ello, tendríamos que revisar las leyes para reformar el sistema usurero que nos rige.  Privar de libertad a los altos ejecutivos de los bancos, junto a sus dueños, no sólo por la industria de lavado que han puesto de moda, sino por el latrocinio histórico a la ciudadanía en general.  Deberíamos considerar incluso el fusilamiento de más de alguno (recordemos el caso de financieras) por el daño atroz contra muchas familias trabajadoras.  Solo así, quizá, podríamos empezar a recobrar la felicidad también robada.

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