Si en algo hemos creído siempre en La Hora es en la dignificación del magisterio porque sabemos que la educación es la piedra angular del desarrollo y desde hace casi cien años, cuando se fundó este medio, se ha hablado de que no puede haber alumnos dignos ni educación de calidad sin disponer de maestros bien pagados y competentes para realizar esa enorme tarea que, siendo lógicamente impostergable, nuestra Guatemala ha postergado generación tras generación y hasta podemos hablar de serios retrocesos.
En la primera mitad del siglo pasado no teníamos un enorme contingente de educadores, pero lo que había era de extraordinaria calidad y la gente que tuvo acceso a la enseñanza pública en esos años pudo beneficiarse de la entrega, calidad y vocación de esos maestros que recibían salarios miserables. Nunca consideramos propio que se mantuviera un sistema así, pero tampoco que se llegara a donde ahora estamos.
El tema salarial es fundamental y tiene que ser atendido de acuerdo a criterios de dignidad y justicia. Pero no podemos pasar por alto la contrapartida que debe haber de parte del magisterio para lograr su plena dignificación y ello es justamente la pieza clave. El maestro tiene que ser bien formado para convertirse en auténtico formador de nuestra juventud, y hoy en día carecemos de esa calidad profesional que vendría a complementar el concepto de la dignificación del magisterio.
Los factores son muchos y empiezan, sin duda, por el abandono de la formación de los maestros que arranca en la segunda parte del siglo pasado cuando se importaron modelos totalmente inadecuados. Luego vino una perversión en el tema sindical que convirtió a los maestros en pieza de negociación con los sectores más oscuros de la corrupción que siempre están necesitados de masivas movilizaciones para sostenerse y que encontraron en una dirigencia gremial corrupta el perfecto aliado para ir negociando pactos que dejan muchas ollas untadas, pero que mantiene vacía la olla de la educación y de un magisterio dignificado.
Guatemala tiene que invertir más en educación porque nuestro atraso es mayúsculo y lo prueba el pobrísimo rendimiento de los alumnos en las evaluaciones que se hacen sobre matemática y comprensión de lectura. Pero la inversión, como todo el gasto público, tiene que ser de calidad y eso arranca por un genuino compromiso de mejorar la calidad de los educadores para que cumplan bien su misión (que no es únicamente un trabajo) y para que ello sea el verdadero valor que produce la auténtica dignidad de esos apóstoles que son los maestros.