Eduardo Villatoro

Cuando el entonces candidato presidencial Pérez Molina lanzó como ejes centrales de su programa de gobierno el combate a la delincuencia común y al crimen organizado, con la consigna de la “Mano Dura”, y su dedicación a limpiar la administración pública de la corrupción, fenómenos que agobiaban a los guatemaltecos, pero no en las escandalosas circunstancias de la actualidad, los crédulos votantes apostaron por el abanderado del Partido Patriota.

La base más amplia del electorado que se inclinó en las urnas a favor del militar devenido en político, la integraban las diferentes capas y estratos de la clase media urbana, especialmente de la ciudad de Guatemala, sumándose sectores populares que, como el resto de los guatemaltecos, pensaron que la solución a la desenfrenada violencia delictiva se encontraba en la rigurosa aplicación de la Ley, incluso al margen del ordenamiento jurídico, mediante el deleznable método de la llamada limpieza total.
Los simpatizantes del general Pérez Molina tenía la convicción que sólo utilizando la represión, dentro o fuera de los procesos legales, podría eliminarse o, por lo menos disminuir en forma considerable las fechorías de los miembros de pandillas de delincuentes juveniles y los atropellos contra la vida e integridad física del ciudadano honrado, cometidos por bandas bien organizadas y disciplinadas, además de que el nuevo gobierno acometería contra las hordas de funcionarios corruptos.

Salvo sus acérrimos enemigos o los escépticos redomados, y hasta quienes votaron por otros candidatos le concedieron el beneficio de la duda durante por lo menos, los primeros cien días de su régimen, como que si ese tramo en el tiempo fuera capaz contener esperanzas o desengaños, y después clamaron que debería esperarse un año para lograr los resultados de las promesas electorales.

Han transcurrido casi tres años del régimen de la mano dura que ofreció acabar con la ola de asesinatos, extorsiones, secuestros y otros crímenes execrables y no se ven señales que disminuya esa marejada de terror, de igual manera como se incrementaron los abusos de burócratas de altos y medianos vuelos, que se identifica con el enriquecimiento ilícito, las oscuras transacciones en el aparato estatal y otras chuladas por el estilo.
Súbitamente el mismo presidente Pérez Molina anunció la destitución del entonces director de Fonapaz, pero sólo fue un chispado que deslumbró a los incautos, porque el dichoso ex funcionario sigue tan campante. Y nuevas luces se encendieron hace pocas semanas con la destitución del ministro de Salud, al que el gobernante acusó de diversos delitos, simultáneamente que procedía de igual y endurecida forma contra el intervención de Migración.

Ahora se espera que se inicien los procesos judiciales contra estos últimos exfuncionarios y que el mandatario acometa con la misma aparente firmeza contra delincuentes de cuello blanco, si es que desea lavar la imagen de su administración y la ignominia que lo ensombrece personalmente. Pero me temo que es demasiado tarde. Quién sabe.

(El suspicaz Romualdo Tishudo asevera que muchos funcionarios siguen con la mano empuñada, pero no por fidelidad al PP, sino que para no soltar arrugados cheques).

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