Luis Fernández Molina

Manuel Lisandro Barillas tuvo tentación de extender su período, pero finalmente permitió elecciones abiertas para un inusual traspaso institucional. De tres candidatos -Francisco Lainfiesta, Lorenzo Montúfar y Reyna Barrios- Barrillas apoyó a éste último quien “sorpresivamente” ganó en 1892.

Activo como era Reynita, puso pronto manos a la obra. Como ya no había espacio al norte tuvo que extender la ciudad hacia el sur, pero hacia el oriente (hoy zona 10) porque el sector poniente (zona 9) era pantanoso, por eso el cruce por la Iglesia Yurrita. Gestionó la compra de una finca, La Aurora, de don Lisandro Barillas, el expresidente (¡Vaya casualidades de nuestra política!). Eran unos pastizales con una extensión de cerca de siete caballerías. Para conectar La Aurora con los barrios del sur de la ciudad ordenó la construcción de un boulevard en el estilo de los Champs Elysees que llamó Paseo 30 de Junio en honor de la reciente gesta revolucionaria encabezada por su tío Justo R. Barrios. Al final, en donde está el Obelisco, edificó el Palacio de La Reforma que lamentablemente se destruyó en los terremotos de 1917. Adornó el paseo con monumentos: el de Barrios en caballo rampante -ahora en la plaza Barrios-, el de García Granados, muchas estatuas de bronce de autores europeos, como la de Cristóbal Colón, los dos toros, ciervos, jabalí, leones luchando con lagartos, etc. (muchas han ido desapareciendo). Fue un ávido constructor, pero gastó más dinero del que disponían las arcas y llevó a la quiebra al Estado. Ordenó muchos otros edificios como el del actual Museo Nacional y consolidó la red ferroviaria.
Gobernó como sus antecesores (Barrios y Barillas) ambos de marcado cuño liberal y tendencia dictatorial. Impulsó la educación pública y mantuvo la pugna con la jerarquía Católica (era masón y está enterrado en la Catedral). Su período vencía en 1897, pero decretó la prórroga. Los quetzaltecos se alzaron y ordenó la ejecución de sus principales dirigentes: Sinforoso Aguilar y Juan Aparicio.

El 8 de febrero de 1898 don Chema, admirador del teatro, iba en plan de conquista -amorosa en este caso- a donde se hospedaba la bella actriz española Josefina Roca en la 8ª. calle. Caminaba a las ocho de la noche cuando emergió de la sombra un sujeto que le disparó a quemarropa y le dio muerte. La escolta del Presidente, sospechosamente a distancia, reaccionó tarde, pero coparon al hechor y en vez de aprehenderlo para interrogarlo le dieron muerte a golpes y para mayor garantía le dieron tres tiros de gracia. Investigaciones posteriores informaron que el asesino -de quien obviamente no se pudo obtener información directa-era un extranjero (suizo-británico). Igualmente, se supo que era un trabajador del ya citado don Juan Aparicio y que cegado por la revancha decidió ejecutar a quien ordenara fusilar a su jefe y protector. Un argumento dubitativo que, para entenderlo, es menester aclarar que el encargado de las investigaciones era Manuel Estrada Cabrera, exministro de Gobernación, quien fuera el mayor beneficiado del magnicidio ya que inmediatamente accedió al poder que habría de ostentar por 22 años.

Cuando los quetzaltecos cruzan por el hermoso Arco (¿del Sexto Estado?) dedicado a los héroes de 1897 -Aguilar y Aparicio-, recordarán indirectamente a Reyna Barrios. Los capitalinos que pasamos por los puentes de Barranquilla o de la Penitenciaría o que circulamos por la Avenida de La Reforma debemos recordar quién ordenó este boulevard y nos lo refresca el saludo del jinete que extiende su sombrero en su mano derecha. El caballo de Rufino Barrios tiene las dos patas delanteras en alto pues murió en batalla, el de Reyna levanta solo una pata pues murió violentamente, pero no en batalla.

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