Eduardo Blandón

La vida no es ni peregrinamente justa.  Desde la desigualdad de nacimiento, según la cual algunos vienen misteriosamente bien apertrechados, pasando por la antojadiza fortuna, hasta llegar al lugar ocupado por eso que llaman estructura social.  Es difícil medrar sin un toque de magia en donde los astros, dios o lo que sea tienen que ver.

Es el caso, por ejemplo, de Ulug Bek.  Un personaje al que los astros desagradecidos marginaron sin darle apenas un toque de gracia.  O más bien, para ser justos, solo se mostraron a su favor cuando le permitieron una infancia relativamente feliz al lado de su abuelo, el sanguinario Tamerlano, un conquistador que reinó durante cuarenta años extensos territorios en lo que hoy es Irán, Irak, Uzbekistán, Armenia, Georgia y Afganistán.

Mohammed Taragai, su nombre real, parecía tener el cuadro rayado desde la más tierna edad.  Tamerlano lo quería para sí, sin saber que el único interés del genio serían las estrellas, las constelaciones y las mismísimas estrellas.  Por ello, convirtió el ejercicio administrativo de gobernador de Samarcanda (en 1408) para fundar tres “madrase”, el equivalente a las universidades de occidente.

Según el testimonio de su preceptor, el matemático y astrónomo (aún más desconocido que su discípulo), Qadi Zada al-Rumi, originario de la Anatolia, el muchacho de 16 años estaba dotado para lo que se le presentara: desde la astronomía a la matemática, pasando por la música, la poesía y la escritura.   Un típico todo terreno destinado para lo peor, a merced de la mediocridad pululante “urbi et orbe”.

Un espíritu de esa naturaleza, abierto y libre, solo puede suscitar malos presagios.  Y así fue.  Aunque devoto musulmán, su propio hijo lo hizo decapitar el 27 de octubre de 1449.  Un fin miserable, aderezado por ese silencio con que la academia sepulta a quienes condena arbitrariamente. ¿No le parece un caso paradigmático de injusticia misteriosamente inmerecida?  Yo lo veo así.

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