Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

Nuestra Constitución define claramente cuáles son los fines del Estado y es lo que tiene que darle sentido a la institucionalidad porque la misma es importante en la medida en que funciona para asegurar cabalmente que se cumplan los principios generales de ese pacto social que se plasma en la letra de la ley fundante o Constitución. Cuando un Estado trastoca sus valores y principios y se prostituye de manera sistémica, como está pasando en Guatemala, resulta que la institucionalidad también se prostituye porque todas las instituciones que la conforman, públicas y privadas, pi erden el norte y terminan traicionando a la República. Si nuestra Constitución plantea como fin esencial del Estado la protección de la persona humana y como fin supremo la realización del bien común, obviamente y sin entrar en mayores análisis, podemos decir que se ha trastocado lo fundamental porque hemos constituido un Estado que no privilegia a la persona sino que privilegia los negocios corruptos al punto de que todo lo que hace ese Estado gira alrededor de los trinquetes. Pero podemos ir más lejos y al analizar los deberes que la Constitución asigna al Estado veremos que ninguno se cumple porque ni siquiera el modelo que se establece para el ejercicio de los derechos ciudadanos en el marco de una República existe, ya que aquí la representación política mediante la cual se supone que el pueblo delega el ejercicio de su soberanía se convirtió en un auténtico acto de piratería en el que los dirigentes de los partidos políticos postulan candidatos no en función de cómo debe ser representado el pueblo, sino en términos de cómo se van a repartir el dinero del pueblo entre ellos y sus socios que desde las mismas campañas sobornan descaradamente a la llamada dirigencia nacional. En ese contexto es que funciona nuestra institucionalidad y por ello es que ahora se convierte en una trinchera de los corruptos que esgrimen su defensa como una cuestión esencial y realmente lo es porque para que ellos puedan seguir haciendo lo que hacen, es decir robar a diestra y siniestra con el mayor de los descaros, necesitan cuidar y fortalecer el sistema y el mismo está representado por la cacareada institucionalidad. La institucionalidad no es un fin en sí mismo, sino que es un medio para desarrollar la pacífica y efectiva convivencia social derivada del pacto político que le dio vida al Estado. Cuando sirve a otros fines, se desnaturaliza y no tiene razón de ser y ese es el punto al que hemos llegado en Guatemala y se comprueba viendo quiénes hablan de la institucionalidad y el tono de la defensa que hacen. Son aquellos que viven de la política y que en sucesivos períodos han sacado abundante raja porque su paso por funciones públicas se traduce en ventajas y beneficios muy importantes que no llegan, ni por asomo, a los ciudadanos en general. Debemos ser institucionalistas pero para exigir una institucionalidad que funcione, que sea garantía de lucha contra la corrupción y la eliminación de las prácticas corruptas y no para mantener la porquería que actualmente tenemos.

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