René Leiva
Antes de abandonar, para siempre, el apartamento abandonado y recién reconocido de la mujer desconocida, don José logró imaginar ante la cama, ante los vestidos colgados en el armario, alcanzó a ilusionar de manera púdica y distante, algún enlace fugaz con aquellas intimidades tangibles y ajenas, con el embozo bordado de la sábana… Peculiar actuación de fe, ritual ascético, fidelidad sin premeditación ni promesa alguna.
Vive ahí don José momentos de inmedible duración, de permanente fugacidad. Cuando delante de lo imposible el pensamiento se basta a sí mismo, atisbo de masturbación ideada y ni siquiera fingida para alcanzar la huidiza carencia. La sombra de don José no ha profanado nada. La imagen no deseada, el pensamiento no apetecido de dormir en la cama de ella, apenas proviene del propio escribiente, casi no es suyo. ¿De quién? Nada ha profanado la sombra sigilosa de don José. Si estuvo en ese lugar es como si no hubiese estado.
Y no obstante, el relato, cierto que con prudencia y discreción, al paso y casi al oído de don José, no puede dejar de hacer alguna observación mordaz y vulgar, de mofa benigna, que el escribiente ciertamente no merece. La discutible libertad del creador. La indiscutible libertad del lector.
Al regresar don José a su casa, que está adosada al edificio de la Conservaduría General del Registro Civil como una anormal adherencia, primero ve luz en ella y luego, al entrar, encuentra ahí, ajá, al conservador muy campante revisando sus secretos mal guardados, los pormenores de su aventura en virtual intemperie, todo el escaso material escrito o impreso de su absurdo empeño en búsquedas y contingencias que nadie antes de él había… (Don Quijote nunca fue a la busca de su señora Dulcinea, más bien, por idealizada, era su motivo e inspiración de aventuras cabalmente quijotescas. Por bien amada y por demás conocida, Don Quijote adorna a Dulcinea de cualidades y atributos, físicos y espirituales, de tal perfección que bástale con conservarla en los límites de su ilimitada imaginación. Don José, por el contrario…)
Nada humano tiene sentido, ¿no, don José? Por eso nada humano es ajeno a hombre o mujer. Y toda explicación es parcial; todo análisis, limitado, referido a individuo o sociedad. Esas, estas relaciones entre humanos, contacto, trato, vínculo… Cuánto entresijo, recoveco, atracciones y repelencias… Puntos suspensivos. Para qué seguir ese desgastado y peligroso camino por el que muchos se han extraviado sin llegar nunca a parte alguna sino más bien al abismo o al dédalo de las palabras vaciadas o desbordadas. (El gran conflicto en un individuo es su carencia de unanimidad personal. Siempre está discorde consigo mismo, autoconfrontado… El hombre o mujer unánime es una aberración.)
Tal vez, una de las claves llave de Todos los nombres es que don José no quería descubrir nada; intuía un imposible encuentro verdadero, físico, material, con el objeto de su búsqueda. El amor por el amor mismo, intenso y metafísico, si eso algo significa, si tiene evasivo, huidizo sentido. Porque don José no tiene alma posesiva, de posesor. Ni, mucho menos, hasta cierto punto, de oprimido.
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En el país de la eterna, Guateanómala, corrupción e impunidad sí que tienen ideología. De 1954 para acá todos los gobiernos y los medios de producción, desde siempre, han estado en manos (y patas) del conservadurismo más reaccionario, expoliador y sanguinario. ¿O no?