Luis Fernández Molina

Cuando pensamos en el Reino Unido o en España automáticamente se nos viene a la mente la idea de reyes; son en efecto, las monarquías occidentales más conspicuas. Nos parece que siempre han sido reinos; ello es casi cierto. Recordamos a los grandes soberanos: Isabel y Fernando (descubrimiento), Juana, al Emperador Carlos I (conquista), Carlos III (el de la fuente de la zona 9), Fernando VII (independencia) entre muchos otros soberanos hispanos y de Inglaterra a Enrique VIII, Isabel I, Carlos I (primer soberano decapitado en Europa). Existen otros linajes reales en países del norte de Europa como Bélgica, Países Bajos, Dinamarca y países escandinavos. Es claro que estas son monarquías de corte moderno, del siglo XXI, en los que el papel del soberano es más protocolario y simbólico.

España dejó de ser reino cuando surgió la Primera República, de fugaz existencia, entre febrero de 1873 y diciembre de 1874. En el siglo XX se volvió a interrumpir la sucesión real con la llamada “Segunda República Española”. Es en este escenario donde emerge la imagen de José Moscardó Ituarte.

Tras muchos años de turbulencia en los años 20, se convocó a elecciones generales en junio de 1931 y en diciembre de ese año se aprobó la Constitución española de 1931 y la población escogió la república sobre la monarquía. Este nuevo orden tuvo una existencia muy azarosa en sus pocos más de 45 años de vigencia (hasta la muerte de Franco). Las terceras -y últimas elecciones- de la Segunda República se celebraron en febrero de 1936. Los resultados fueron favorables a las coaliciones de izquierda que comprendía un amplio abanico del Frente Popular integrado por socialistas, republicanos y comunistas. Esta situación inquietó mucho a los sectores conservadores y militares españoles. Surgieron muchas revueltas y manifestaciones; se sucedieron una serie de asesinatos de personas relevantes -entre ellos el primo de José Antonio Primo de Rivera-, violencia que culminó con la muerte del diputado José Calvo Sotelo. Y allí empezó la Guerra Civil.

Para mejor panorámica de la situación debemos tomar en cuenta que entonces la Unión Soviética promovía el avance del socialismo de la mano de Stalin; en Alemania se consolidaba la figura de Hitler y amenazaba con una guerra de ocupación en Europa; en Italia, el Duce expandía su “Imperio Italiano”. Los Estados Unidos estaban sumergidos en una profunda depresión económica. Conociendo que España podría ser un socio muy importante o al menos un aliado útil, todos los países enfocaban allí sus intereses particulares.

Niceto Alcalá Zamora asumió como presidente de la República Española, pero en julio de ese mismo año, 1936, se sublevaron los militares apostados en Melilla y en el protectorado de Marruecos. Esa insurrección fue seguida por muchos otros comandantes de la Península. Entre ellos el comandante de Toledo. Los republicanos (socialistas o rojos) no podían aceptar que una plaza tan simbólica estuviera en manos de los nacionalistas (rebeldes), una espina en las costillas, y atacaron ese monumento llegando a extremos de sacrilegio histórico: bombardear los muros de la fortaleza. A pesar del insistente ataque y de estar prácticamente aislados, Moscardó y su gente no rindieron el Alcázar. Franco ordenó el avance sobre el corazón de España, Madrid (aquí surgió el “¡No pasarán!”). En acción innoble e inhumana, los republicanos tomaron a su hijo y es aquí donde se da la escena de que si no entrega el fuerte matarían a su hijo Luis: “Muere como hombre hijo mío ¡Viva España!” Finalmente llegaron las tropas franquistas y Moscardó al hacer entrega dijo: “Sin novedad en el Alcázar, mi General”.

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