María José Cabrera Cifuentes
Mjcabreracifuentes@gmail.com

Guatemala nunca se ha caracterizado por ser precisamente el Estado más fuerte o mejor constituido del mundo, ni por un desempeño ejemplar en el plano normativo de quienes lo dirigen. Es más, si alguna característica ha tenido el Estado guatemalteco en casi todos los momentos de su historia es una incapacidad inminente de dar cumplimiento al contrato social, imposibilitando alcanzar los objetivos y garantías que este debiese brindar a los individuos.
Uno de los más grandes contractualistas, Thomas Hobbes, metaforizó al Estado como la mítica criatura Leviatán, descrita en el libro de Job. Partiendo, según este autor, de que los individuos somos por naturaleza violentos y haríamos lo que fuese por hacer prevalecer nuestros intereses sobre los de los demás (recordemos la famosa premisa hobbesiana “el hombre es el lobo del hombre”), se hace necesario la existencia de un Estado fuerte y coercitivo cuya sola fuerza persuada a los ciudadanos de cumplir la parte del contrato que les corresponde.

La realidad del Estado guatemalteco es muy distinta. No pienso que el Estado debiese ser absolutamente restrictivo como para no dejar ejercer a los ciudadanos sus derechos individuales y buscar su realización particular; sin embargo si es necesaria su intervención en la permanencia del Estado de derecho y en la preservación del cumplimiento de los derechos que este debería garantizar a los ciudadanos, así como castigar a aquellos que se conviertan en un obstáculo para ese fin.

La debilidad estatal guatemalteca se está haciendo cada vez más evidente, haciendo lucir a Leviatán como un pequeño y vulnerable poliqueto. Me atrevería incluso a decir que estamos ante unas de las crisis estatales más severas que ha tenido que enfrentar Guatemala en las últimas décadas y con cuyas consecuencias podríamos tener que cargar en el mediano plazo.

Por el momento, no obstante, no pareciera encenderse ninguna luz o enderezarse algún camino. La coyuntura actual, por el contrario, nos pinta una escena deplorable.
Por un lado, la crisis del Organismo Judicial denota la preeminencia de los intereses privados sobre los colectivos, haciéndonos perder la esperanza de llegar a tener un sistema de justicia transparente, efectivo y objetivo. Por otro lado, el Congreso de la República cada vez más debilitado y menos creíble, se ha convertido en un escenario digno de un circo, en el que muchos se concentran más en hacer acrobacias de todo tipo que en cumplir las obligaciones para las que fueron electos.
Lo anterior por no mencionar la cuestionable actuación del ejecutivo, quien ha demostrado incapacidad para llevar adelante cualquier materia de interés nacional. Desde velar por los derechos fundamentales de los individuos, pasando por la reforma a la política de drogas hasta el diálogo y búsqueda de consensos y condiciones adecuadas para impulsar y desarrollar la economía por ejemplo, a través de la minería e hidroeléctricas.
El Estado de Guatemala está pues muy lejos de tener la fuerza que debería tener. Aquel temible monstruo marino ha sido ridiculizado por nuestras autoridades, está ahora desnutrido, enfermo y prácticamente desahuciado. Se ha convertido ya en el esclavo de los hijos del orgullo.

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