Danilo Santos

Una noche cualquiera el cielo se vistió de rojo en la granja, para salvar la vida «Rubén» (nombre ficticio) el carpintero, se metió en una cochiquera y buscó el lugar menos visible y donde pudiera sentirse seguro, dio un par de vueltas avanzando sobre sus manos y rodillas en medio de los cerdos, hasta que vio el drenaje por donde el excremento de los animales salía hacia una zanja; se metió de cabeza en aquel agujero de poco más de cuarenta centímetros, la mierda le llegaba arriba del hombro izquierdo luego de lograr acomodarse de lado. Afuera se escuchaban gritos, lamentos, súplicas, disparos, leñazos, machetazos. El lugar que Rubén escogió era el mejor, nadie lo buscó allí. La noche transcurrió despacio y poco a poco el silencio iba dominando a la locura de momentos antes, hacía frío, estaba incómodo y cubierto de porquería, pero estaba vivo. Se abrazó a sí mismo y durmió por momentos hasta que la luz del día se fue colando en el corral y llegó hasta el hoyo donde estaba. Salió desandando la acrobacia de meterse de cabeza en el drenaje, tenía «engominado» el pelo con detrito de cerdo, «enyuquillada» la ropa con el mismo producto, y los zapatos le pesaban más de la cuenta a cada paso. Siguió abrazándose a sí mismo y abrazando la vida; de pronto, una voz por la espalda le dice «hey, qué putas hacés ahí, vos, date la vuelta», Rubén giró lentamente, los escalofríos de la noche anterior fueron sustituidos por descargas eléctricas por todo el cuerpo, como calambres, le costaba moverse, y al fin estuvo frente al dueño de aquella voz que preludiaba su muerte. Rubén, expresó el hombre, «Paisa», dijo Rubén mientras caía de rodillas. ¿Qué te pasó manito, por qué estás lleno de mierda? Un hilo de voz alcanzó a contestar débilmente al «Paisa», me querían quebrar ayer porque yo vi a los que mataron al Capitán, entonces, en lo que lo movían logré zafarme y corrí, solo corrí, no sabía qué hacer, porque aquí pa´dónde agarra uno, todos los sectores estaban vueltos locos, los de unos contra los otros y yo en medio, encontré la cochiquera y me metí, solo me metí, nadie me buscó allí. Vení y tiremos esa ropa porque si te andan buscando solo con el olor te encuentran. El «Paisa» le dio una camisa y un pantalón a Rubén, junto con un par de tenis viejos que usaba para su trabajo de albañil, por eso lo conocía, porque les pedían trabajos a los dos y el «Paisa» llegaba con Rubén para que le hiciera los encargos en madera, marcos, puertas, ventanas y muebles. ¿Qué hago ahora?, se preguntaba Rubén en voz alta y le preguntaba a la vez al «Paisa», consciente de que estaba atrapado, el albañil le contestó: ahorita que todos están bolos y drogados todavía podés subir, las puertas no tienen «llavero», aprovechá y subí, corré, salvá tu vida. Rubén entendió perfectamente la cosa y se encendió, se levantó de un brinco y balbuceando gratitud entre sollozos, salió corriendo del galpón del albañil, no ponía atención a lo que yacía por todo el lugar; sangre, cuerpos, pedazos de cuerpos, corría y pasaba puertas, escuchó algunos gritos, pero solo aceleró y al fin llegó a la alcaldía y somató la puerta hasta que le abrieron, los guardias no preguntaron nada, solo lo dejaron entrar y lo pusieron con otros seis que estaban golpeados y heridos. Rubén fue testigo presencial de la cruda realidad en los presidios guatemaltecos. No sé si aún se abraza a sí mismo y si le permitieron seguirse abrazando a la vida.

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