Pedro Pablo Marroquín Pérez
pmarroquin@lahora.com.gt
@ppmp82
Si hace tres años alguien nos hubiera dicho que en Guatemala se iba a empezar a aplicar la ley, todos hubiéramos creído que eso era algo tan utópico como decir que algún día tendremos en Guatemala indicadores de desarrollo humano dignos de cacarear frente al mundo.
La nuestra se convirtió en una sociedad que no le temía a la ley porque eso de la certeza del castigo era pura teoría que se hablaba en las facultades de Derecho, mientras se confirmaba en la realidad que todo se podía arreglar como parte de los vicios del sistema (TCQ). Esa premisa de que la ley era de adorno marcó nuestro diario vivir como colectivo social.
Desde el 2015 las cosas han ido cambiando aunque todavía nos falta mucho trecho por recorrer; falta la rendición de cuentas de más gobiernos del pasado, de más municipalidades (en especial del departamento de Guatemala), más diputados, jueces, políticos, financistas y contratistas, pero la matriz ha empezado a cambiar. Se desbordó tanto la cosa que no alcanzan las manos para perseguir a tanto mañoso.
Y eso nos ha llevado hasta el día de hoy con la definición de dos bandos claros: uno, el de aquellos que deseamos cambios de fondo en el sistema para que podamos operar bajo instituciones fuertes, reglas claras (de verdad y no solo cuando conviene) y de esa manera generar más y mejores oportunidades para todos, intentando cerrar la brecha sin dejar a tanta gente atrás.
Y el otro, el que se conforma por los que desean regresar al 2014, con un sistema perfecto para la corrupción, con instituciones débiles, con reglas moldeables para asegurar que el progreso se quede concentrado en unas manos mientras el resto debe migrar para mantenernos a base de remesas.
A los del primer bando (donde me incluyo), nos cuesta mucho articular consensos, generar una agenda mínima y en gran parte porque priva una desconfianza que debemos sortear si deseamos lograr el objetivo. Se han abierto espacios y se seguirán abriendo conforme se evidencie la podredumbre, pero si no somos capaces de marcar una agenda mínima que no responda a ideologías, los mismos serán copados por las mafias de siempre.
A los del segundo bando (los que no quieren cambios), al contrario, pues alcanzar acuerdos es su especialidad, utilizan a la perfección un doble discurso que confunde a la gente, las diferencias del pasado quedan enterradas de manera natural porque los beneficios de un colapsado sistema que defienden son incalculables y porque además, el estar o poder llegar a sentir los efectos de la ley en el marco del sistema que defienden, los hace unirse por medio un pacto no escrito sellado casi con sangre.
Esa es la perspectiva del cambio en Guatemala aunque esa realidad quede opacada por una estéril lucha ideológica y exacerbación de clases. En las discusiones no está privando la razón, es más hígado que cabeza, pero eso nos ha desenfocado del objetivo final.
Mi argumento para los que se oponen (que generalmente sienten de izquierda a alguien que se preocupa por gente más allá de su círculo), es que el cambio es una cuestión económica porque si no cambian las bases del sistema todo sigue extremadamente volátil y hasta los negocios más prósperos corren riesgo porque cuando la cosa reviente, será en el corazón de los centros económicos y no en las montañas.
Cuando se discute el futuro de un país, cuando ese futuro marcará la vida de nuestros hijos, tenemos la harta obligación de definir las posturas porque será a ellos los que algún día (junto con el de allá arriba) les tendremos que rendir cuentas y explicar por qué en el país hay gente que muere, literalmente, de hambre.