María José Cabrera Cifuentes
mjcabreracifuentes@gmail.com

El día de ayer, 12 de junio se conmemoró a nivel mundial el Día Internacional en contra el Trabajo Infantil. Según datos de UNICEF, en la actualidad 168 millones de niños trabajan alrededor del mundo. Esto se convierte en una limitante extraordinaria para el desarrollo global, al ser negado el derecho de la educación a los menores, lo que les permitiría mejorar las condiciones de vida de ellos mismos y de las generaciones venideras.

Desde la Revolución Industrial, aunque el fenómeno no haya empezado en ese momento, se conoció la rentabilidad del trabajo de los niños a quienes se les podría pagar un salario menor y se les podría emplear en labores que un adulto por su tamaño y condiciones no podrían realizar. La lógica se ha repetido hasta el día de hoy, aunque la mayoría de menores por la legislación nacional e internacional no puedan ser empleados en trabajos formales, siguen teniendo características favorables como la ternura y lástima que inspiran a quienes consumen sus bienes y servicios.

En Guatemala es doloroso ver en cada cuadra, niños vendedores, lustrabotas, voceadores, cocineros y vendedores de comida, cargadores, menores pidiendo limosna y hasta convirtiéndose en herramienta para inspirar lástima de mamás irresponsables que los utilizan para persuadir a los transeúntes de que les den dinero.

Me resulta pavoroso, leer casos como el de aquel pobre niño que hace tan solo unas semanas fue asaltado mientras vendía quiletes y de cuyo dolor se aprovechó la prensa para publicar una fotografía en la que se le observaba llorando y que a todas luces surtió el efecto deseado. La mayoría de personas se centraron en el acto heroico de los policías que restituyeron el dinero que le había sido sustraído, el cual aplaudo y valoro, pero muy pocos fueron los que cuestionaron la anomalía del trabajo infantil.

Hace algunos años, trabajaba para una de las instituciones del Estado en uno de los edificios del gobierno más emblemáticos. Por lo menos una o dos veces a la semana llegaba un niño que no superaría los 12 años con su caja de lustre y pasaba de oficina en oficina lustrando los zapatos de los burócratas. Resultaba chocante ver cómo la seguridad, que vedaba el ingreso de la mayoría de ciudadanos por tratarse de una edificación que albergaba a tantas “personas importantes», le brindaba hasta un carnet de visitante para que el pequeño pudiera hacer su recorrido. De esta forma se avalaba el trabajo infantil incluso desde donde la niñez debería ser más protegida. Hago la salvedad y me acuso de haberle permitido más de una vez que lustrara mis botas un poco por necesidad y otro poco porque genuinamente me conmovía.

El tema del trabajo infantil es complejo, por un lado porque es tan vasto que hasta con las leyes más rígidas y las autoridades más eficientes tomaría mucho tiempo en ser erradicado. Por otro lado porque hay que considerar otros aspectos que ayudan en su promoción como la carencia de la educación sexual integral que no hace más que reproducir el que se traigan al mundo personas inocentes sin oportunidades de tener acceso a una mediana calidad de vida.

Como es de conocimiento general, la única vía para el desarrollo del país es la educación, y mientras cientos de miles de niños estén en las calles trabajando, su esperanza y la nuestra seguirán cada vez decayendo más y más. El trabajo infantil no es normal ni correcto, aunque estemos acostumbrados a verlo en la cotidianidad. Aunque algunas veces se convierta en un dilema y a muchos nos haya pasado debemos de pensarlo dos veces antes de convertirnos en cómplices y contratar a una empleada doméstica de 14 años o dejar que un pequeñito de 6 nos lustre los zapatos. Aunque esto no sea la solución al menos no nos convertiremos en parte del problema. Las autoridades y las organizaciones de Derechos Humanos deben dejar de centrarse en defender causas que promueven la muerte y empezar a priorizar temas como este que promueve las oportunidades y el desarrollo individual y social.

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