Luis Fernández Molina

Después del padre la imagen de paternidad más próxima es la del abuelo, por lo general del abuelo materno. Tal es mi caso que, lamentablemente, mi abuelo paterno falleció tres años antes de mi nacimiento. Por eso estas letras sobre mi abuelo materno.

Siempre vi en mi abuelo a un hombre viejo. Como alguien que nunca hubiera sido niño y menos un infante. Nunca me lo hubiera imaginado de pantalones cortos como tampoco corriendo por las calles ni subiéndose a los árboles. Tengo permanentemente la imagen del adulto circunspecto, con arrugas, que siempre fue así. Difícil evocarlo de joven o, más aún, que de niño o hasta un infante de pecho. Era un hombre que daba la impresión de ser serio, ceremonioso; idea que se desvanecía con las primeras palabras, aunque, para ser nicaragüense, no era de mucho hablar ni de bromas sonoras. Nunca le oí levantar la voz –salvo en muy excepcionales casos de enojo– y jamás le oí proferir una palabra soez. En eso tampoco parecía el nicaragüense típico, alegre, “jodedor” casi vulgar. Eso sí, era algo “faldorum” (como diría don Clemente), aunque de baja intensidad, sin alardes. En eso sí parecía nica.

Lo vislumbro vestido con su infaltable pantalón y camisa caqui y sombrero blanco con franja gris. Era como un uniforme que usaba todos los días salvo cuando estaba en la ciudad y se acicalaba para ir al Club Managua, que a siete cuadras de su casa caminaba con paso pausado aunque sin bastón (que nunca usó).

Mi abuelo no creció con el siglo, ni con tranvía ni vino tinto. Cuando asomaban las primeras luces del siglo XX encontraron a mi abuelo al pie de una vaca, amarrando al ternero y ordeñando la leche. Y los primeros reflejos de luna habrán descubierto al joven de 15 años enamorando alguna bella chontaleña. Tampoco creció con vino tinto porque no tomaba, jamás lo vi con un trago ni había botellas en la casa (salvo unas recetas de nances en solución de alcohol). No soportaba a los borrachos como tampoco a los militares. Tranvía no había en Managua, menos en su natal Juigalpa. Todos los viajes los hacía en “bestia”, a lomo de su caballo. Travesías a veces de varios días por las verdes ondulaciones de su natal y bello Chontales. Desde sus primeros años cargó la responsabilidad de sus hermanos menores para quienes fue el sustituto del padre que tempranamente había muerto. Fue muy generoso con ellos. Amigo de contar anécdotas como el día que llegó el primer carro a Juigalpa o cuando vieron el hielo por vez primera.

Mi abuelo fue un migrante, pero hacia el sur, hacia Panamá que ofrecía puestos de trabajo en la construcción del canal de Panamá. Poco antes había trabajado de maestro de primaria y de mecanógrafo profesional. Al regresar, con el ahorro de sus sueldos, adquirió una propiedad cerca de la población de Tipitapa, a 21 km de Managua. Con el tiempo compró otras propiedades para ganadería en Chontales, así como unas salinas que le fueron arrebatadas por Somoza. Los sandinistas tampoco se las devolvieron.

En sus últimos días escuchaba la radio y acariciaba el tiempo al ritmo de una mecedora, marcando un compás cuyo ritmo solamente él podía entender. Supo aceptar que su tiempo había pasado.

Grabado en la memoria tengo sus manos, que parecían de piedra tallada por los años, venas resaltadas y yemas arrugadas, curtidas por la pátina del tiempo que yo de niño comparaba con las mías juveniles. Hoy que veo mis manos creo ver las suyas….y mejor no me veo en el espejo.

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