Claudia Escobar. PhD.
claudiaescobarm@alumni.harvard.edu
Al terminar mis estudios de doctorado en derecho, tenía la ilusión que los conocimientos adquiridos pudieran ser puestos al servicio de Guatemala; por eso me decidí a participar en los complejos concursos de oposición para Juez de Instancia.
Entendía claramente que la corrupción es un flagelo muy difícil de enfrentar. Unos años atrás, cuando se creó la Superintendencia de Administración Tributaria (SAT) el gobierno designó a un hombre honesto a carta cabal, para tratar de eliminar la corrupción y el contrabando en las aduanas del país. Esa persona era mi tío materno, el Coronel Byron Mejía Ordóñez, quien al realizar su misión fue vilmente asesinado con proyectiles del propio ejército, al haber descubierto cómo operan los grupos criminales en las aduanas. Más que un tío, él para mí era un hermano; pero además un verdadero héroe, alguien dispuesto a servir y dar su vida por amor a su patria.
Aunque yo también estaba dispuesta a servir a mi país y no tolerar la corrupción, prefería no tener que ver al monstruo a la cara. Por esa razón me incliné por especializarme en el área privada del derecho; ingenuamente creía que la corrupción se concentraba únicamente en los juzgados penales. Sin embargo, al poco tiempo de ser nombrada juez en un juzgado del ramo civil, me percaté que en mi propia judicatura también había corrupción. Algunos de los auxiliares de justicia se dedicaban descaradamente a extorsionar a los usuarios para dar trámite a sus demandas o bien se asociaban con abogados litigantes, para que sus casos fueran resueltos con mayor celeridad y facilitaban resoluciones “A la carta”.
Mi primera reacción fue reunir al personal para recordarles que la obligación de un funcionario público es actuar con total transparencia e imparcialidad y motivarlos a que su labor estuviera siempre enmarcada en la ética. Sin embargo, al observar que ignoraban mis lineamientos, tuve que empezar a tomar las medidas disciplinarias respectivas. Además, solicité de manera preventiva una supervisión total y exhaustiva de la judicatura para poder tener una radiografía completa de los procesos.
Recuerdo con claridad que uno de los notificadores me dijo, de forma descarada, haciendo alusión a mi apellido: “Escobita nueva, siempre barre bien” dándome a entender que con el tiempo me acostumbraría al sistema perverso que promueve la impunidad. Un año después de haber sido nombrada como juez, los auxiliares corruptos comprendieron por fin que mi intención de no permitir ningún acto deshonesto en la judicatura era firme. Tras ello empezaron las amenazas de muerte en mi contra y otras formas de intimidación, estas últimas respaldadas por el sindicato de trabajadores del Organismo Judicial.
Fue así como busqué el apoyo de la Corte Suprema de Justicia y me acerqué a otros juzgadores que enfrentaban retos similares en sus propias judicaturas, para apoyarnos en el intento de sanear los tribunales. Entendí que el sistema disciplinario es absolutamente obtuso, debido a los pactos colectivos suscritos por la Corte Suprema con los trabajadores, por lo que es más fácil trasladarlos que lograr su despido.
Después de muchas gestiones logré que unos renunciaran y que la Corte Suprema reubicara a otros auxiliares de justicia. Entonces el equipo del juzgado quedó integrado por personas honestas, en su mayoría mujeres dedicadas y comprometidas con la justicia. Gracias a Carol, Mónica, Sheny, Yoly, Natalie, Magdaly, Milvia, Paula y también a Julio, Guicho y Christian se ganó una batalla contra la corrupción en ese juzgado y con trabajo y esfuerzo se recuperó la confianza en la justicia en esa Judicatura.