René Arturo Villegas Lara
Una mañana de estas del mes de la Cruz, cuando hice el recorrido diario para favorecer mi circulación, los zompopos de mayo ya andaban volando en trechos cortos de la calle, si aún no habían botado las alas. Son madrugadores los zompopos. Yo creía que ya no salían de las entrañas de la tierra, pero la mera verdad es que no se han extinguido. Algunos policías privados que cuidan un parqueo de la Universidad del Valle y unas cuantas trabajadoras de residencias que llegan de madrugada, seguramente originarios de San Juan Sacatepéquez, los recogían y los metían en una bolsa plástica, seguramente para freírlos y comérselos con tortilla caliente, limón y sal. En muchos lugares de Guatemala y en otros países se sigue la divisa de que todo lo que se mueve se come. Así, en México se comen los huevos de hormiga, los gusanos de maguey, los chapulines… En un mercado de Oaxaca estaba una señora con un gran canasto de chapulines, con el color y el aspecto del chacalín o camaroncillo nuestro, le pregunté qué era eso y me dijo que chapulines tostados. Probé uno, pero medio me gustó.
Hace muchos años, con el equipo de basquetbol de la Normal, sostuvimos un encuentro con el equipo de San Juan Sacatepéquez, para la feria de junio. Los compañeros, la Petunia Peláez y Tesh Vielman, oriundos de ese pujante y complicado lugar, organizaron el encuentro que ya no recuerdo si perdimos o ganamos. Lo que sí recuerdo es que con el calor de esos días, después del juego nos invitaron a nadar en una piscina que estaba a la orilla de una ladera, en un centro de recuperación de niños con afecciones pulmonares. Minutos antes había caído un tremendo aguacero y el agua estaba muy turbia. Aun así, todos nos tiramos a nadar. Un compañero del equipo, Los Pulgas, se llamaba el conjunto y nos dirigía el profesor Domingo Gracias, tenía una prótesis en un ojo y aún así era un buen encestador. En la algarabía de nadar para todos lados, el ojo se fue al fondo de la piscina y era difícil recuperarlo porque el agua estaba demasiado turbia. Pero mi recordado amigo Chano Alfaro, experto nadador del lago de Amatitlán, con suficiente aire, rastreó todo el fondo del tanque y de repente salió con el ojo en la mano y el problema se resolvió. Después nos invitaron a tomar un trago en una cantina, y de “bocas” nos pusieron un plato con un volcán de zompopos de mayo, abundantes rodajas de limón criollo, sal y tortillas recién salidas del comal. Los traseros de zompopos, bien dorados, saben a bocado de cardenal. Y nunca más he tenido la oportunidad de saborearlos de nuevo, aunque Tesh Vielman, con quien nos vemos cada primer jueves de los meses del año, pues mi promoción de la Escuela Normal guarda y celebra la amistad de hace ya 65 años, dice que hoy los venden por libra y que el precio llega a los 100 obispos. Así que, si usted quiere probarlos, vaya en este mes y en junio, a San Juan Sacatepéquez, no a comprar muebles, sino a comer zompopos de mayo.