María José Cabrera Cifuentes
mjcabreracifuentes@gmail.com

Hace algunas semanas me llamó la atención una publicación de una persona que tratando de hacer un poco jocosa la situación laboral que actualmente vivimos los jóvenes guatemaltecos, se anunciaba en una red social. Aunque no recuerdo las palabras exactas con que lo hacía, en la publicación ponía algo más o menos así: “patojo chispudo, sin moto, pero con Ph.D. busca trabajo”. Lo leí como suelo hacerlo con la mayoría de las publicaciones en redes sociales, sin darle mayor importancia, pero pasaron los días y fue tal el impacto que causó en mi subconsciente que fue imposible sacarlo de mi mente, a tal punto que el día de hoy me motiva a escribir este pensamiento.

La realidad de los jóvenes en Guatemala dista mucho de ofrecernos condiciones ideales. Recuerdo cómo desde el colegio nos repetían una y otra vez cuan privilegiadas éramos por tener acceso a la educación, más aún por poder estudiar en un establecimiento privado. De igual forma en la universidad constantemente nos mostraban las estadísticas de cuántos guatemaltecos accedían a formación superior y nuevamente al empezar los postgrados, la inducción es siempre la misma.

Es innegable, los jóvenes que contamos con educación somos privilegiados por tener acceso al conocimiento, sin embargo, ese conocimiento resulta en muchas ocasiones intrascendente, pues la situación laboral y el sistema nos impiden aplicarlo.

Si bien es cierto, y como lo he repetido, en muchas ocasiones, un título profesional no asegura la calidad de la persona a quien se lo extienden, en Guatemala existe demasiado talento desperdiciado. Conozco a jóvenes brillantes, profesionales excepcionales trabajando como operadores en call centers y dedicándose a cualquier cosa alejada de su especialidad, pues la necesidad es mucha y las oportunidades son pocas.

A pesar de que he sido de las pocas jóvenes que a mi edad ha tenido el privilegio de desempeñarse en su campo y de optar a puestos relevantes, no me he visto exenta de fracasar al intentar dar un viraje a mi carrera profesional e involucrarme en ámbitos distintos a los que hasta ahora he conocido. Si bien es cierto que la experiencia es un punto determinante, me he podido percatar de que, al contrario de lo que se piensa, en puestos de cierta jerarquía se da preeminencia a las personas mayores y a las ideas tradicionales sobre las mentes frescas e innovadoras.

Por otro lado, el ser joven y mujer me ha implicado tener que luchar contra un gigante al momento de tener un puesto jerárquico alto e intentar que tanto mis superiores como mis subalternos me tomen en serio. Esta situación me ha dejado un mal sabor de boca y las ganas de alejarme de un país en el que son más valoradas las canas que las ideas.

Hace unos días platicaba con un diplomático quien me manifestaba no entender la lógica guatemalteca de querer exportar el talento. Me contaba cómo en su país, un país de primer mundo, han sabido explotar el potencial de la juventud y de esa cuenta han avanzado muchísimo. Sin lugar a dudas, esa incapacidad de retener y aprovechar las capacidades de la juventud, en los distintos ámbitos científicos, nos ha resultado en el estancamiento en el que estamos, no porque el envejecer implique volverse menos eficaz sino porque se ha perdido el maravilloso resultado de la convergencia entre las ideas renovadoras y la experiencia.

Como profesional guatemalteca me siento indignada y triste, veo cómo día con día mis títulos se empolvan y yo sigo en el mismo punto profesional que hace unos años, sin moverme para atrás ni para adelante solo estática y condenada a acostumbrarme. Al igual que muchos colegas, he perdido hasta cierto punto la ilusión de que adquirir nuevo conocimiento podría resultar beneficioso para mi país por lo que hacerlo no pasaría de ser una satisfacción personal.

Si viviera Rubén Darío, le diría que la juventud pasó de ser de un divino tesoro a uno que se devalúa cada día más. Pasó de ser una ventaja a una desgracia con la que muchos tienen que lidiar y que mientras se va agotando, con ella se agotan también los sueños y las ilusiones de construir, con nuestro conocimiento, un mejor país.

No quiero decir que el simple hecho de tener uno o varios títulos debería ser un pasaje inmediato al trabajo o que el no tenerlos, por la evidente y aplastante falta de oportunidades en este país, sea sinónimo de incapacidad o carencia de buenas ideas. Lo que intento resaltar es la situación de desventaja en la que estamos los jóvenes y llamar la atención de las autoridades de entidades públicas y privadas sobre lo beneficioso que sería capturar a esos verdaderos talentos, no a los hijos de los amigos, sino a los profesionales que se forman con el deseo de hacer un cambio de verdad.

El recurso más valioso de un país es su recurso humano, no lo desperdiciemos. Seamos una sociedad promotora de que esos doctores ya no tengan que ofrecerse, aunque sea en broma, para hacer cualquier cosa, sino que, con su trabajo e ideas encuentren formas para que esos “patojos chispudos” consigan su moto y sus herramientas para trabajar, educarse y poner también su grano de arena. Las nuevas, y no tan nuevas, generaciones estamos deseosas de poder incidir y trabajar en hacer de Guatemala un país con oportunidades para todos.

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