Oscar Clemente Marroquín
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Se puede palpar en las reacciones públicas un sentimiento de frustración luego de conocerse que Marco Tulio Abadío, quien fuera Contralor de Cuentas y luego Superintendente de Administración Tributaria (SAT), logró salir de prisión antes de cumplir la mitad de la condena a treinta años que recibió por descarados actos de corrupción en los que involucró a toda su familia para robar una suma cercana a los 53 millones de quetzales del erario público. El delincuente hizo uso de las ventajas que ofrece la ley de redención de penas, acreditando buen comportamiento y la realización de trabajos en la prisión.
Cuando Abadío montó con su familia la trama para robarse esa millonada no existía aún la Ley de Extinción de Dominio que faculta al despojo de los bienes mal habidos como producto de la comisión de delitos. De suerte que él, beneficiado por el Juez Primero de Ejecución Penal, podrá salir a gozar tranquilamente del dinero producto de sus fechorías porque no hay forma ni instrumento legal para despojarlo de ello. La ley no tiene efecto retroactivo y por lo tanto no se puede buscar la extinción de dominio de los bienes que pueda haber adquirido o del dinero que pudo haber escondido en el ejercicio de su función pública.
En general puede sentirse que ese sentimiento de frustración e impotencia ante el comportamiento de los corruptos es extenso porque a pesar de los avances que hay en materia de investigación de hechos criminales vinculados con la corrupción, son demasiados los que se hartaron con el dinero público y no sienten ni siquiera el peso de la vindicta pública, no digamos de la sanción penal. Andan tranquilamente y algunos hasta siguen ejerciendo abundante poder para incrementar sus negocios, porque al momento las acciones se han centrado únicamente en la gente del partido Patriota que, si bien se puede afirmar que actuaron con insolente descaro, no son ni por asomo los únicos que con picardía y maña usaron el poder para su propio beneficio.
En general las penas por la corrupción son relativamente leves si consideramos que no se trata únicamente del alzamiento con fondos públicos, sino del perjuicio social y humano que causa. Hay gente que ha muerto como resultado de la corrupción y tenemos millones de niños desnutridos por culpa de funcionarios que en vez de atender las necesidades de la gente, se dedicaron a robar descaradamente los recursos que tenían que servir para atender las necesidades públicas.
Siempre he pensado que la corrupción es, más que un simple delito, un crimen de lesa humanidad cuando se roba en un país con las necesidades y carencias que hay en Guatemala. Y no es que uno pretenda venganza, sino que la justicia sea, valga la redundancia, más justa para castigar a ese tipo de delincuentes de cuello blanco que le roban la esperanza a todo un pueblo.
La extinción de dominio es un paso enorme en nuestro sistema para evitar que tipos como Abadío o Meyer, para citar dos ejemplos preclaros, puedan disfrutar del pisto mal habido. Lo menos que podemos esperar es que los ladrones sean despojados de los bienes producto de su corrupción.