Raúl Molina
La OEA fue creada en 1948 a iniciativa de Estados Unidos, con intereses netamente imperialistas. Bajo Truman, la Guerra Fría había empezado ya y se había firmado el grotesco tratado interamericano de sujeción militar a Estados Unidos (TIAR). En sus años de existencia ha sido un elefante blanco, con poca incidencia en la solución de los problemas de los países de la región, ya fueran militares o políticos, y menos de naturaleza socioeconómica, al no cuestionarse las políticas económicas del imperio. Por ejemplo, estando fuera de la OEA, Cuba ha hecho muchísimo más en salud y educación, pese al embargo estadounidense, que el resto de los países que son parte de ella, no obstante el ininterrumpido flujo de capitales. Para ser justos con la verdad, lo único que ha funcionado medianamente bien para algunos países bajo represión, cuando no ha sido manipulada como instrumento de intervención estadounidense, es la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
Veamos históricamente el desempeño de la OEA. Cuando Estados Unidos proscribió el comunismo, la Organización se apresuró a emitir la Resolución XXXII de su Novena Conferencia. Poco después, el imperio utilizó esa resolución para condenar a Guatemala en la Décima Conferencia, realizada en Caracas en 1954. La OEA sancionó los ataques contra el legítimo y democrático gobierno de Jacobo Árbenz, pese al extraordinario discurso de Guillermo Toriello, hoy ejemplo de dignidad latinoamericana. La OEA se da por satisfecha una vez Estados Unidos destruye la «Primavera Democrática» en Guatemala. De nuevo, fue el instrumento de EE. UU. para atacar a Cuba, país al que termina expulsando de su seno. En 1965 desembarcan los «marines» en la República Dominicana, sin que la OEA haga nada al respecto. Tampoco hace nada frente a la invasión contra Granada, en 1983, ni más tarde, frente al ataque bestial de EE. UU. contra Panamá previo a la Navidad de 1989. Durante las guerras revolucionarias en Centroamérica, en los 80, deja que la «contra» sea organizada por Estados Unidos en Honduras, que la asistencia y presencia militar gringa impida el triunfo del FMLN en El Salvador y que, ante el genocidio en Guatemala, sus voceros simplemente se queden callados. Algunos dirán que fueron «errores» del pasado, y niegan que esa haya sido su razón de ser; pero el papel ha continuado después de la Guerra Fría con golpes duros y blandos contra Aristide, Zelaya, Lugo y Rousseff. Aún peor es hoy con Luis Almagro, como Secretario General y peón de Washington, quien trata por todos los medios de meter sus manos y a la CIA en Venezuela. ¿Para qué queremos una OEA? Realmente no la queremos. Algunos sugerirán «reformarla», por ejemplo trasladando su sede al Caribe y exigiendo la renuncia de su Secretario General, acciones que yo apoyaría como medidas de transición; para el futuro, sin embargo, me inclino por su definitiva eliminación, por haber sido una vergüenza panamericana, con un pecado original imperdonable: ser instrumento imperial. La región de América Latina y el Caribe merece un verdadero renacimiento para salir de la dependencia y el subdesarrollo.