Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

En condiciones ideales no haría falta que nadie tuviera que salir a la calle para realizar una protesta porque bastaría con canalizar adecuadamente las peticiones para que las autoridades las tomen en cuenta y se produzcan decisiones. Pero cuando un Estado está tan deteriorado como el nuestro, cualquier demanda de la población cae en oídos sordos y si se trata de grupos sin poder económico ni acceso a las autoridades, la única respuesta que pueden esperar es aquel “silencio administrativo” definido en la ley como una respuesta negativa a las peticiones.

Cada poco tiempo vemos que alumnos de establecimientos públicos salen a la calle para visibilizar sus demandas que no han prosperado por esa ineficiencia secular del Estado. En la mayoría de casos se trata de reclamos por la irregularidad en que incurren los maestros que, al amparo del poderoso sindicato-cartel que dirige Joviel para beneficio propio y de los políticos de turno, hacen lo que les da la gana con los maestros.

Igual ocurre con pobladores del interior que formulan reclamos y hacen peticiones que nunca merecen ninguna atención de las autoridades. Hasta que toman medidas de hecho y realizan bloqueos pueden hacer visible su petición que, de otra forma, queda engavetada eternamente. El Estado tendría que dar respuesta a los ciudadanos en todos los casos, pero en Guatemala eso constituye una quimera y por esa razón es que las medidas de hecho, los bloqueos o la protesta callejera se han vuelto el último recurso que le queda a cualquier sector que pretende hacerse oír.

Por supuesto que ello molesta a mucha gente que siente la perturbación que significa un aumento descomunal en las ya patéticas condiciones para desplazarse de un lugar a otro. Pero por desesperante que se vuelva una situación, nada justifica una reacción como la de quien atropelló deliberadamente al grupo de estudiantes del Instituto de Ciencias Comerciales. Menos aún se puede justificar la reacción de quienes, llenos de odio e intolerancia, aplauden la brutal agresión que, por lo menos, marcará para siempre la vida de una jovencita que hubo de ser amputada.

En un país donde aplaudimos los linchamientos y creemos que la pena de muerte aplicada indiscriminadamente es solución a los problemas de inseguridad, ese coro de elogios para quien aceleró violentamente su vehículo para embestir al grupo de estudiantes que reclamaba atención de las autoridades es congruente con la actitud colectiva que se ha ido contaminando con esa creencia de que nuestro futuro está en reinstalar la pena de muerte y ampliar el espectro de su aplicación.

No se escuchan voces que exijan a las autoridades canalizar eficientemente las peticiones que hace la gente en legítimo ejercicio de sus derechos ni se entiende que hay demasiados guatemaltecos que no tienen ni voz ni forma de canalizar sus demandas para que sean tomadas en cuenta.

Mientras no veamos que la autoridad asume su papel y cumple con sus funciones atendiendo las demandas de la gente, no podremos parar esas manifestaciones que perturban la libre locomoción pero que surgen y proliferan por la irresponsable actitud de quienes gobiernan.

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