María José Cabrera Cifuentes
mjcabreracifuentes@gmail.com

En todo el mundo, la sociedad es reflejo de la familia y las instituciones producto de las sociedades en que se gestan. Guatemala no es la excepción y es por eso que en los distintos ámbitos se reproducen los antivalores aprendidos desde el núcleo familiar, los que son difundidos sin recato a todas las esferas de la sociedad. Estos se vuelven comunes entre las personas sin distingo de razas, posición social, género, nivel académico, etc.

Tal es el caso de los chismes, que parecieran fascinar a gran parte de la población, quienes disfrutan enterándose no solo de las últimas habladurías sobre sus celebridades favoritas, sino también del secreto oscuro del vecino, del primo, del tío, y cuando lamentablemente no encuentran algo lo suficientemente interesante para difundir y entretenerse, nunca está de más inventarse alguna mentirilla piadosa para su deleite (¡claro! Cuán aburrida sería la vida sin poder divertirnos a costa de los demás).

Y es que además el chisme es un arma poderosa, que puede pasar fácilmente de una burda construcción de seres sin principios, pero inofensivos a armas letales tan nocivas como cualquier objeto punzante o arma de fuego. Esto como afirmé anteriormente, no es un mal que aqueje únicamente a los guatemaltecos en el ámbito privado sino que se extiende como un terrible virus a lo público.

Y así sin más, aquellos con un enemigo definido tienen la capacidad de ponerlo en su mira y valerse del recurso del chisme para destrozarlo. En la política, es una práctica ampliamente utilizada en la que lamentablemente participan no solamente los interesados sino además cómplices que facilitan la difusión de la información construida para ese fin. Me refiero a algunos periodistas y dueños de medios de comunicación que por unas monedas convierten su pluma en un arma letal.

Es extraño que la mayoría de guatemaltecos no se percate de la insistencia de algunos medios y «periodistas» en denigrar a unos y hacerse de la vista gorda con otros. No se dan cuenta que estos se han convertido en francotiradores, sirvientes de un amo que les ha encargado destruir a un objetivo, misión que cada uno de ellos emprende desde su imprenta o estudio de radio o televisión.

Y así han surgido también segmentos (que hasta llegan a autodenominarse «nobles»), dedicados exclusivamente al chisme con lo que se aseguran que el día de su publicación sus ventas se vean acrecentadas. La supuesta intención es desenmascarar a los protagonistas de las dramáticas notas que los lectores morbosos leen con avidez. Sin embargo, los guatemaltecos no nos preguntamos por qué si los artífices de estas denuncias tienen la solvencia moral para publicarlas y las pruebas para asegurar la veracidad de las mismas no las presentan para llegar al fondo del asunto, iniciar los procesos pertinentes y deducir las culpabilidades del caso.

En un momento determinado al ciudadano común le resulta difícil distinguir un burdo chisme de una realidad sólida y fundamentada. Quizá ya no le importa porque ha estado acostumbrado a vivir inmerso en una sociedad que le venera. Además, es más entretenido «chismear», que hablar de cosas serias y precisas.

El chisme ha destruido familias, quebrantado amistades, destrozado reputaciones y favorecido a quienes no lo merecían. Es un mal arraigado en la sociedad que ante su inofensiva apariencia rara vez es motivo de nuestra reflexión.

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