René Leiva
Al parecer, como escribiente en el Registro Civil y en su afición a coleccionar recortes de vidas de personas famosas, don José nunca encontró en todos esos nombres nada más allá de las palabras; las necesarias, convencionales y con fines clasificatorios por un lado, y las reseñeras de atisbos biográficos por el otro lado. En su trabajo y en su pasatiempo, sospechosamente complementarios, no pudo ni quiso tender a otros significados contenidos o no en todos los nombres a su alcance. Y en la buhardilla de la escuela, mientras busca las fichas de la mujer desconocida, no hay en él el menor asomo de morbosidad, malicia, perversidad, ningún erotismo rudimentario, ninguna soterrada patología mental. En su espejo sólo se refleja él, furtivo. A veces. Carece don José de podrida madera de antihéroe muy a gusto y conveniencia comercial de la narrativa celestinesca sobre la mujer.
Apenas se permite don José detenerse en las cientos de fotografías de los escolares hombres y mujeres, apreciar cambios en las caras entre un año y otro; considerar que mientras se dan transformaciones en el rostro, el nombre permanece; en tanto la fisonomía es otra el nombre es el mismo. La importancia de lo que cambia; la dinámica potencialidad del tiempo y la urna del nombre en conserva.
Y al fin don José tenía que enfermar de tanta intemperie y emotividad, tanta contingencia y pasajera pero intensa preeminencia del instinto y la intuición en un hombre ciertamente civilizado, un ciudadano ciertamente urbano, un fin de semana vertido entre sombras, polvo y telarañas de un pasado múltiple y ajeno, pero no demasiado extraño, no del todo de otros. ¿Acaso es posible colocar a la entrada del pasado, en el punto de acceso al ayer, el ubicuo rótulo «Prohibido el paso. Propiedad Privada»?
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La lectura y sus desviaciones, su dispersión caprichosa, sus digresiones en volutas sobre el horizonte, sus otras floraciones, sus alternadas demencias, sus incomprensibles secuelas, sus cauces detenidos entre parpadeos… La lectura, a veces, como el otro tejido, la otra tela, entrelazada a pausas con los propios hilos de la escritura, los mismos filamentos del texto. Otra textura, acaso volátil. Otro ropaje y alfombra mágica y tapiz o friso movedizo. No obstante ser consecuencia inmediata o mediata de la escritura, del texto, la lectura también deviene materia prima para su conversión, metamorfosis o incluso alteración perversa… Crea, a veces, otro contexto, con vasos comunicantes.
La lectura, su destilación, o mejor fermentación, para derivar en otras esencias embriagantes, reposadas en diferentes matraces y redomas… lo que no excluye, en tal labor alquímica mitad emocional mitad intelectual, el sentir, pensar y expresar disparates, galimatías, acertijos, diversos juegos más o menos retóricos… con ínfulas doctorales o pontificias como envenenado manjar para neuronas errátiles.
La transmutación de las palabras, los nombres, los conceptos, los pensamientos… para el eventual descubrimiento de pedruscos filosofales entre los renglones mansos y acariciables.
Cuántos barquitos de papel impreso levan anclas por la mirada del lector y zarpan echados en la corriente de la escritura ajena. Algunos vuelven.
(A un año de la desaparición forzada de Radio Faro Cultural, manu militari.)