René Arturo Villegas Lara

Según relata don Ramón A. Salazar en su precioso libro: “Desenvolvimiento Intelectual de Guatemala”, recién editado por la Editorial de la Universidad de San Carlos, en 1528, al fundarse la capital del reino de Guatemala en el valle de Iximché, el cabildo dictó un decreto en el que establecía una especie de arancel para los herreros, los zapateros, los sastres y el pregonero, que los estudiosos debieran tomar en cuenta como antecedente de los que existen en la actualidad para abogados, notarios, farmacéuticos, médicos o agrimensores. Eso quiere decir que los herreros existen desde los mismos años en que vinieron los españoles. Para el caso y resumiendo la tarifa, “herrar un caballos de pies y manos, dándole los herrajes, costaba medio peso; y si los pusiere el herrero, dos pesos; por sacar unos colmillos, dos pesos; por hacer cien clavos, dándole hierro y acero, dos pesos; por calzar un azadón, pico y boca, un peso; por un cuchillo grande, dándole hierro y acero, dos pesos; por hacer un tornillo o un alacrán, un tomín…” Y así, están unos curiosos renglones descriptivos de los actos que ejecutaban los herreros en su oficio. Lo que no dice es si sacar los colmillos era de los caballos o de los humanos, aunque en ese tiempo seguramente no había quien «sacara las muelas”, que según cuentan era oficio de los peluqueros.

En Chiquimulilla no había muchos herreros. Los talleres de la familia San y don Pancho Súlin, eran los únicos establecimientos abiertos al público que atendían de manera regular, y como en ese tiempo en el pueblo se respiraba y se escuchaba un apacible silencio, pues aún no habían llegado los camiones, las camionetas o las motos, los insoportables tuc-tuc y el comercio se reducía a los almacenes de los chinos y a las ventas en un pequeño mercado, uno escuchaba el ruido de los yunques cuando los martillos golpeaban el hierro al rojo vivo o el soplar de las fraguas atizando el fuego. Y en ese persistente escuchar el silencio, el trabajo de los herreros se combinaba con el cacareo de las gallinas de patio, después de poner su huevo. El taller de la familia San lo fundó un ciudadano italiano, don Santiago San, que se vino a vivir a Chiquimulilla a saber en qué año. Era dueño de una preciosa casa con su patio trasero lleno de flores y en un galerón de al lado, puerta a la calle, puso su taller y todos sus hijos varones se hicieron herreros: Don Sóstenes, que no sé por qué le decían Chilín, Suria, Quilo y Santiago, más conocido como Taguito San, el último que atendió el taller hasta el día de su muerte y a quien recuerdo que nos vendía ruedas de toneles para jugar a la rosadera. A la vuelta de mi casa estaba el taller de don Pancho Súlin, quien también era “fuereño”, aunque chapín. También hizo que sus hijos se hicieran herreros por unos pocos años, pues luego se largaron para la capital para dejar a un lado el yunque, los martillos, las tenazas y el calor sofocante de la fragua. Y como así funcionaba el negocio, en esos talleres veía usted la fila de caballos, machos y mulas esperando turno para que los herraran de las cuatro patas. El animal que estaba sufriendo la puesta de los herrajes estaba agarrado por el dueño y el herrero, con una lustrosa gabacha de cuero negro, se metía la pata entre sus piernas, limaba los cascos con una escofina, quitaba los excesos con una filosa navaja y luego clavaba las herrajes con unos clavos especiales que sostenía entre los labios, como era la costumbre. En las paredes del taller estaban colgadas las herraduras de diferente tamaño. El herraje era probado antes para ver si cazaba con el tamaño de la pata pie o de la pata mano del animal; de lo contrario, había que hacerlo a la medida. El único herrero del pueblo que no tenía taller era don Froilán Peralta, quien vivía en la cresta del Tecuamburro y era un herrero ambulante que bajaba de cuando en vez. Me contaba que él, desde las alturas del volcán, se solazaba todas las madrugadas viendo salir el sol por las serranías de Moyuta , divisando el mar Pacífico y los vapores que iban o venían del Puerto de San José, llevando y trayendo mercaderías hacia y desde saber dónde. Su especialidad era soldar trastos de peltre que estuvieran picados o despostillados, trabajando a domicilio, llevando un bote con brazas, un líquido que nunca me dijo que era, una barrita de estaño que se derretía al contacto con una herramienta bien caliente y cabal, las ollas, los irrigadores para aplicar lavativas, enemas les dicen ahora, o las bacinicas podían prestar sus valiosos servicios por unos años más. Si don Froilán hubiera tenido oportunidad de estudiar pudo haber sido un ingeniero en electrónica, porque, a pesar de sus limitaciones, le entró la quijotada de construir una rockola, que al final no sé si lo logró. Cómo me gustaba platicar con don Froilán cuando mi abuela le pedía que soldara cuanta olla, jarrilla, sartén o bacinica que estuviera despostillada, pues tenía una especial filosofía sobre el sentido de la vida y me deleitaba con sus profundas reflexiones. Un día, ante la orden de mi madre de ir para unas vacaciones a donde don Pancho Súlin, a aprender el oficio de herrero, me resistí con todas mis fuerzas, pues no me gustaba eso de andar con la cara pintada por el hollín y la ropa ennegrecida por el óxido. Hubiera preferido aprender el oficio de la carpintería.

Ahora ya no hay herreros. Los trastos de plástico desplazaron al peltre que dicen que venía de México, y los caballos, las mulas y los machos fueron desplazados por las motos que andan tirando humo por toda la población. De manera que los herrajes sólo los ve usted colgados en las paredes de las casas antiguas como adornos del pasado que se fue y que, según dicen, traen buena suerte.

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