Eduardo Blandón

Podemos considerar la realidad como lo más sacro o lo más profano. Hay para todos los gustos. Como profesor, usted puede decirle a sus estudiantes, como lo he escuchado más de una vez, que el salón de clases es santo. Sagrado como un templo. Así, los estudiantes no solo deben hacer silencio, sino quitarse los zapatos y ponerse algo sobre sus cabezas porque el suelo no es de este mundo.

A este respecto, se puede decir también, ya lo ha sugerido algún filósofo con sesgo conventual, que el universo pertenece a una realidad superior. Por lo que, más allá de lo que dicen algunos cándidos profesores, las montañas, los bosques, las cantinas y hasta el Congreso de la República, serían lugares teológicos. Espacios donde se puede encontrar a Dios, sin apenas hacer esfuerzo.

Con ello, lo profano solo existiría en la mente de espíritus descuidados. Sujetos arrogantes que no saben descubrir ni reconocer que lo que pisan sus pies es santo. Una distracción pascaliana potencialmente corregible en situaciones límites o circunstancias extremas. Esos momentos en los que milagrosamente, si tal es posible, se puede ver con lentes de aumento.

Una visión así nos dota de una personalidad fantástica, onírica, casi literaria. Porque mientras algunos perciben el mundo como simplemente material, inmanente y un poco vulgar, los que encarnan el milagro, afirman un mundo dominado por lo fantasmal, sin que esto se refiera a lo tenebroso y oscuro, sino al milagro de la vida invadido por el espíritu.

Como dije antes, hay para todos los gustos. Puede afirmar que el universo es de lo más plano y llano, material, limitado y casual. No hay problema, su posición es compartida por muchos, no se sienta solo ni particularmente sagaz, héroe ni valiente. Pero también, puede ver con ojos peculiares, un mundo sobrecogido por la divinidad, en donde hasta el infame Donad Trump tiene cabida y puede ser explicado.

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