Luis Fernández Molina
Termina un año como acaba un día. Con un sol desfalleciente que se refugia en lontananza dorando los contornos de las postreras nubes del poniente. Un escenario recurrente se repite cada diciembre. Ese sol decembrino se lleva, como aspiradora, todas las vivencias del año, las alegrías y las tristezas, los afanes y descansos, los logros y los fracasos, pero las esperanzas regresarán renovadas porque ese es el material con que está construida nuestra existencia.
Pregunta Jorge Manrique: “Qué se hizo el rey don Joan/ Los infantes d´Aragón ¿qué se hizieron?/ ¿Qué fue de tanto galán/qué de tanta invinción como truxeron (…) ¿Qué se hizieron las damas, sus tocados e vestidos, sus olores?/ Que se hizieron las llamas de los fuegos encendidos d´amadores?/ Qué se hizo aquel trovar, las músicas acordadas que tañían?/ ¿Qué se hizo aquel dancar, aquellas ropas chapadas/que traían.” Todo ello fue “verduras de las eras.”
El mismo Manrique afirma: “cómo, a nuestro parescer, cualquiere tiempo passado fue mejor (sic)”. Lo dijo hace 500 años y su planteamiento sigue vigente hoy día. ¿Eran mejor los tiempos pasados? Realmente no eran mejores ni peores, eran diferentes. La respuesta no puede ser objetiva, inevitablemente se matiza con la sensación individual. Acaso fueron mejores porque ayer nos alumbraba el sol de la primavera que es más tibio que el sol del otoño. Cada tiempo ha tenido sus glorias y sus sombras a pesar de que la tecnología, acompañada del marketing (en el fondo de eso se trata, businesses after all) nos quiere convencer de que con esos avances del ingenio humano –que sí lo son—nuestra vida será mejor. Nos dibujan un mundo futuro idealizado cuando la misma tecnología enciende sus alarmas respecto de los enormes problemas que nos esperan a la vuelta de la esquina.
Antes, cuando estaba en secundaria no había GPS ni Waze ni ninguno de esos ingenios, pero se llegaba a La Antigua en 45 minutos, a Panajachel se acostumbraba ir por el día. De la Plaza Berlín al centro se tomaba 15 minutos. Nadie se estresaba en los carros. Ningún carro tenía vidrios polarizados. ¿Parqueo? Había en todas las cuadras y parques.
Muchas emociones se las ha llevado el tiempo y la tecnología. La espera ansiosa ¿vino el cartero? La carta del ser querido que había remitido desde Nueva York o Londres. Las cartas inesperadas. Las postales. Las tarjetas navideñas. Venían los rollos de cámaras con 12 o 24 fotos. Cada toma era valiosa y había que ser selectivo. ¿Mandaste a revelar las fotos? La inquietud por ver “cómo había salido en las fotos”. Tan valiosas eran las instantáneas que se coleccionaban en álbumes que celosamente se guardaban en las libreras familiares. La excitación cuando se adquiría el long play de un artista o conjunto favorito. A escucharlo, aunque haya que cambiar la punta de diamante al poco tiempo. Con todos los discos acumulábamos unas 100 canciones. Muy poco preparados para los nuevos aparatos que guardan desde 10,000 canciones ¡y más! ¿Para qué tantas? ¿Cuándo las voy a oír?
No teníamos tantos “amigos” como en FB. Pero nunca nos quejamos de soledad. Nuestros amigos eran de verdad y los podíamos evaluar en persona no por medio de los “perfiles” tan artificiales.
En fin, me pongo a pensar cuando en un futuro –no muy lejano– los modernos “Aparatos” sean vistos con cierta sorna como hoy vemos las máquinas de escribir, faxes, cartas, tocadiscos, cámaras, etc.
A ver qué adelantos nos traerá el 2017, pero más allá espero que venga con la visión de que lo más importante no es el mundo de afuera.