Luis Enrique Pérez
Jamás creí yo que la consulta popular que se celebró el pasado 2 de Octubre, en Colombia, era para que los colombianos expresaran que querían o no querían la paz. Uno puede conjeturar sensatamente que una extraordinaria mayoría de colombianos quiere que en su país haya paz, es decir, que cese la insurgencia guerrillera que, durante casi 50 años, ha sido infatigable agente de asesinato, secuestro y terrorismo.
La consulta popular se celebró para que los colombianos aprobaran o no aprobaran el acuerdo de paz celebrado el pasado 26 de Septiembre, por el gobierno del presidente Juan Manuel Santos, y comandantes de la organización guerrillera Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Una condición necesaria para que el acuerdo adquiriera vigencia consistía en que la mayoría de colombianos lo aprobara; y no lo aprobó, aunque cada uno de quienes constituyeron esa mayoría ame la paz tanto como se ama a él mismo o a su prójimo.
Mi impresión, algunos días antes de que se celebrara la consulta popular, era que los colombianos, hastiados de casi medio siglo de hazañas criminales de los guerrilleros, aprobarían el acuerdo, aunque tal aprobación se erigiera sobre las pavorosas ruinas o los miserables escombros del régimen jurídico de Colombia, como si la paz que presuntamente surgiría de tal acuerdo fuera más importante que la legalidad. Empero, no fue así. Cuando supe que el acuerdo no había sido aprobado, creí que había acontecido un grato suceso increíble.
La mayoría de colombianos no aprobó, por ejemplo; que se hubiera acordado que los exguerrilleros que reconocieran los crímenes que habían cometido, no serían sometidos a proceso judicial sino que serían perdonados; no aprobó que se hubiera acordado que el Estado pagara un sueldo a los exguerrilleros; no aprobó que por lo menos diez exguerrilleros se convirtieran en legisladores, no por ser democráticamente electos sino por mandato del fracasado acuerdo de paz; y no aprobó que los exguerrilleros, que durante 50 años habían delinquido, repentinamente se transformaran en ciudadanos que tenían iguales derechos que aquellos que se habían sometido a la ley. Opino que los colombianos que no aprobaron el acuerdo de paz, actuaron acertadamente.
Se objetará que solo hubo una leve diferencia entre el número de colombianos que no aprobaron el acuerdo y el número de aquellos que lo aprobaron. Empero, quienes aprobaban el acuerdo podrían haber ganado por una diferencia similar, o una todavía menor. También se objetará que una importante proporción de colombianos se abstuvo de participar en la consulta; pero quienes aprobaban el acuerdo podrían haber ganado también aunque la abstención hubiera sido mayor. En suma: el mismo fracasado acuerdo de paz no contemplaba una norma sobre la proporción de votos necesarios para declarar una parte ganadora, ni contemplaba una norma sobre la proporción de ciudadanos que debía participar en la consulta, para que fuera válida.
Supongamos, no obstante, que no fue importante la diferencia de votos que le confirió el triunfo a los colombianos que no aprobaron el acuerdo de paz; y que, realmente, 50% de colombianos lo aprobaron, y 50% no lo aprobaron. En este caso, subsiste un hecho que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia no pueden eludir: 50% de los colombianos repudiaron el acuerdo, y hasta implícitamente repudiaron esas insurgentes fuerzas armadas.
La Ministra de Relaciones Exteriores de Colombia, María Ángela Holguín, sobre una posible renegociación de un acuerdo de paz, afirma que es improbable que los guerrilleros acepten un acuerdo que contemple someterlos a proceso judicial. «Ellos no van a dejar las armas para irse a la cárcel», ha dicho. Es decir, no estarían dispuestos a negociar sobre una cuestión esencial: tener el privilegio de la impunidad. ¿Será posible, entonces, un nuevo acuerdo de paz que no conceda ese privilegio?
Post scriptum. Creo que la no aprobación del acuerdo de paz, aunque solo lo haya aprobado 50% de los colombianos, es la derrota más grande que han sufrido las fuerzas armadas guerrilleras de Colombia. Por supuesto, no ha sido una derrota militar. Ha sido una derrota peor: una derrota moral.