Eduardo Blandón

Se lee en los espacios políticos de reflexión sendos artículos sobre la construcción del Estado, la visión de país y la edificación de una nación a la altura de una organización desarrollada y libre.  Todo muy hermoso en los textos, pero inútiles a la vez, dado tanto a la esclerosis que nos aqueja, como a la falta de pericia para la creación de modelos que lo hagan posible.

Pareciera que nuestro país solo puede avanzar por fuerzas externas, intervenciones extranjeras o coyunturas que obligan a tomar decisiones.  Solo en esos momentos de crisis surgen movilizaciones y apariciones de liderazgos que en lugar de dar soluciones ponen parches al mediocre sistema en que vivimos.

Ello nos lleva a una especie de “morfinización social” que nos vuelve indolentes.  Una sociedad en la que priva la preocupación egoísta por el espacio reducido en el que se vive.  Un Estado que no progresa por falta de imaginación no solo de los que lideran la empresa política, sino por una ciudadanía que “quiere la paz, pero no se prepara para la guerra”.

Así, la construcción de un país desarrollado es una utopía que no ocurre por vivirse en clave de milagros.  Creemos íntimamente que la Providencia o una fuerza superior harán posible lo que secretamente anhela nuestro corazón.  Por ello nos entusiasmamos fácilmente con poco: una campaña que invita a ser buen guatemalteco, canciones que motivan, palabras seductoras de políticos o vendedores de felicidad.

No crea usted que sea el vulgo la principal víctima de la narcotización social.  Duermen en sus laureles los políticos, los empresarios, las iglesias… Como si un espíritu maligno se hubiera apropiado de nuestras conciencias para provocarnos un sueño reparador cuasi eterno.  ¿Construcción de un país diferente?  ¿Encaminarnos al desarrollo?  ¿Idear una estructura distinta?  Nada ocurrirá si seguimos con esa actitud que nos genera ruina.

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