María José Cabrera Cifuentes
mjcabreracifuentes@gmail.com

Ella se levanta todos los días con cierto sentido de pesadez en el cuerpo. Su mente y su voluntad la empujan a que se lance a la calle pues tiene la esperanza de que algún día su trabajo signifique desarrollo para su país. Esperando que hoy sea mejor que ayer, se dispone a subir a su vehículo para dirigirse al lugar en el que labora. Tan pronto se incorpora a la carretera, un sinfín de carros que parecieran ser conducidos más por salvajes que por seres humanos se precipitan sobre el suyo, automovilistas que no respetan el paso de peatones, los semáforos en rojo, ni siquiera los carriles que están dispuestos de una forma determinada por un motivo.

Llega al lugar en el que aparca su carro, y con un poco menos de esperanza que hace una hora se dispone a caminar a la puerta de su edificio, durante el trayecto que no es mayor a una cuadra, debe hacer frente a una serie de incomodidades, por ejemplo, el grupo de hombres que caminan en sentido contrario y que, como de costumbre, harán una serie de comentarios acerca de su apariencia y la denigrarán con una sarta de los más burdos piropos, además, no debe perder el cuidado de conducirse lo suficientemente lejos de las paredes, impregnadas de la fétida pestilencia causada por quienes deciden verter ahí sus deshechos fisiológicos. Finalmente, llega a su oficina y con cierta resignación se sienta en su silla mientras una de sus compañeras cuenta su travesía en bus, en donde además de haber sido ultrajada y acosada, le robaron esa mañana todas sus pertenencias. Frustrada y con el ánimo por los suelos, ella agacha un poco la cabeza, preguntándose cuándo esta ciudad se convirtió en esta jungla de concreto.

Aventurarse a salir a las calles resulta cada día más difícil. Aunque inevitable, me atrevería a decir que la gran mayoría de nosotros preferiría quedarse en casa en donde estamos un poco menos expuestos a la enorme cantidad de salvajes que conforman la población de la Ciudad de Guatemala.

En esta ocasión, no quiero ocultar mi enojo, el hartazgo que se siente al no ver cambios positivos ni evolución alguna más que en cuestiones cosméticas hace que cada día sea más difícil mantenerlo bajo la piel y va rebalsando los poros inevitablemente. La frustración que me invade al observar la falta de autoridad de quienes debieran ejercerla para mantener el orden en las calles pareciera ser más de lo que puedo soportar. El acoso callejero, del que hombres y mujeres han vuelto algo normal me provoca nauseas cada vez que lo observo o lo sufro. Esto por solo mencionar algunas de las cosas que cada día más me hacen aborrecer la vida en la ciudad.

La semana pasada, transitando sobre la Sexta Avenida de la zona 1 fui víctima, junto con un amigo extranjero de violencia hacia la propiedad privada. Afortunadamente me encontré con un grupo de ladrones “caballerosos” quienes por ser mujer no me despojaron de nada, sin embargo, a mi amigo le quitaron todo. No puedo describir la impotencia y la rabia que sentí al verlos blandir un cuchillo aparentando en ese momento tener control sobre nuestros derechos y sobre nuestra vida. Es indescriptible de igual forma, el desconcierto en los ojos de mi acompañante en cuyo país ese tipo de cosas serían impensables.

La ansiedad que siento al parar en un semáforo en rojo y que una o varias motocicletas se detengan a mi lado, o la lucha a muerte que cada día emprendo para que los violadores de las leyes de tránsito no se salgan con la suya y así convertirme en su cómplice, repercute en mi paz y en mi salud.

Me saca lágrimas de ira, el presenciar cómo se sigue señalando a la autoridad, pero no existe una genuina toma de consciencia sobre el actuar individual. Si cada uno de nosotros empezara a comportarse como auténticos ciudadanos esto sería otra historia. Mientras eso sucede, intentaré resignarme y ahogar mi enojo pretendiendo que los parques y las actividades recreativas impulsadas en esta ciudad son suficientes para que todo esté bien. Escribo estas líneas entre frustración y cólera, aunque no podamos despojarnos del concreto intentaré no perder la esperanza de que al menos esto pueda llegar a parecerse menos a una jungla en donde no nos rijamos por la ley del más “vivo”, sino por el deseo de hacer prevalecer el bien común sobre los intereses individuales.

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