Lucrecia de Palomo
Vemos que la corrupción se enraizó en nuestros corazones y con ello todo lo que se toca. La avaricia, uno de los pecados capitales, se viene pregonando desde los primeros días del cristianismo. Varios son los Evangelios en los que Jesús nos muestra a lo que lleva este terrible pecado. Por ello aquello de `le será más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de Dios´; no por el hecho de poseer riquezas, sino por cómo se actuó para tenerlas. Lo terrible es que ese afán desmedido de atesorar y poseer lleva a que se cometan otros pecados como la mentira, el chantaje, la extorsión y hasta el asesinato.
El pecado se pega al alma, es como un engrudo que permite se siga enlodando de otros y otros males, hasta llegar a no distinguir entre lo bueno y lo malo. Llegamos a acostumbrarnos y a justificar las acciones, a tal punto que se ha hecho nuestra la frase «el fin justifica los medios». Falso de toda falsedad, el medio debe ir alineado a lo correcto, porque es la única manera que el fin se alcance con todas las de ley para poder gozarlo en paz.
Poco a poco se fue perdiendo la enseñanza de la Palabra en la vida familiar. A conveniencia de muchos, hablar de Dios no es políticamente correcto, y es así como fueron descartados los crucifijos o cualquier advocación, con lo que las doctrinas del mal tomaron rápida posesión de esos vacíos. Para justificar las acciones se adujo e interpretó erróneamente conceptos tales como igualdad y discriminación y, con ello se perdió la realidad del origen del hombre que es una necesidad que todos tenemos, de estar en contacto con lo bueno (pues lo malo es permeable y permisivo). Se pusieron de moda muchas jergas, slogans, palabras inventadas y muletillas para decir que se está haciendo algo por el bien común, pero la realidad es que se tergiversaron los principios humanos. Se tergiversó, según yo en forma intencional, el concepto de bien y mal, y por ende cambió la conducta del hombre hacia sus semejantes. Los padres trasmitieron los nuevos valores a los hijos, y son varias las generaciones que lo aceptaron.
Los padres son quienes por obra u omisión permiten que el corazón de sus hijos se contamine con falsos profetas (el dinero). Y son también los padres quienes luego sufren en carne propia cuando ven a sus hijos sobrellevando consecuencias por actos que ellos mismos les mostraron. No quisiera estar yo hoy en el pellejo del presidente Morales, al parecer, como lo muestran algunos hechos; su hijo no hizo nada más, ni nada menos, que lo que se hacía en familia. El vicio de las facturas mal habidas, de las empresas de cartón, de las compras fraccionadas y con precios sobrevalorados no es nuevo, ha proliferado y se ha generalizado pues la consecuencia que hasta hoy se obtiene de ello es el enriquecimiento. Ni la CGC ni el MP pusieron la atención debida a este tipo de infracciones, era común y no era ya visto como algo «malo» simplemente así eran los negocios con el Estado.
Lamentablemente los pesos y contrapesos del Estado no funcionaron para poder detectar o detener la corrupción que nos tiene en límites nunca antes sospechados. Ahora la pregunta no es cómo se hace, sino cómo podemos evitar que se siga haciendo. ¿Cuál puede ser el detergente que vuelva a limpiar el corazón y retomemos a lo correcto? Desde mi perspectiva católica, primero un acto de contrición, la confesión y pedir perdón para luego cumplir la penitencia (desde cada ideología existe una forma de hacerlo). Y luego, regresar a la Palabra. Está escrito, y se puede encontrar en las diez reglas de convivencia que Jesús resumió en dos: Amar a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo; para los no cristianos podría ser, no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti.