Estuardo Gamalero

«La estupidez es una enfermedad extraordinaria, no es el enfermo el que sufre por ella, sino los demás». Voltaire

En días pasados, leí en Twitter un mensaje de Edward Snowden, el exconsultor norteamericano, de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) ambas de los Estados Unidos de América.

Para refrescar su memoria, Edward Snowden, pasó a la fama en junio de 2013, cuando hizo mundialmente públicos “documentos clasificados” que, entre otros, incluían pruebas irrefutables de programas secretos de espionaje y vigilancia masiva a ciudadanos y funcionarios públicos de varias naciones, los cuales, altos funcionarios de EE. UU. pretendieron justificar en la Ley Patriota, pero Snowden declaró a los periódicos «The Guardian» y «The Washington Post», que los mismos se encontraban al margen de la ley y sin el control del Senado y de alguna autoridad judicial.

El mensaje de Twitter que captó mi atención decía (traducido del inglés al español):

“¿Alguna vez se han preguntado por qué los gobernantes mienten, sabiendo que serán descubiertos? Por asimetría. Es como un impuesto que recae sobre la resistencia u oposición de las personas”.

Y luego, fundamenta su razonamiento con la Ley de Brandolini. Técnicamente esta no es una ley, sino más bien, un principio que nace de la reflexión y la experiencia.

El origen de la Ley de Brandolini se le atribuye a Alberto Brandolini, un desarrollador de programas de computación, de nacionalidad italiana, la cual traducida del inglés al español reza:

“La cantidad de energía que se necesita para refutar (o corregir) una estupidez, es de magnitud superior a la que se necesita para producir esa misma estupidez”

Este principio, pone de manifiesto lo que muchos sabemos pero frecuentemente olvidamos: hacer el mal, declarar mentiras, sembrar discordia e intrigas, amenazar, invocar a manifestaciones o rebeliones con fines personales, proponer leyes absurdas y ser un charlatán, es muchísimo más fácil que: corregir un problema, reparar un daño, ganarle la discusión a un idiota, reivindicar una intriga, garantizar la paz, generar desarrollo y rebatir con argumentos técnicos las falacias populistas que generan ilusiones en las personas.

Dicho en otras palabras: parece que para muchos, hacer el mal siempre está en oferta y les sale más barato que hacer las cosas bien y por el camino correcto.

En 1859, el Pastor Charles Spurgeon dijo algo similar:

«En el tiempo que una mentira le da la vuelta al mundo, la verdad está terminando de amarrarse los zapatos para empezar a andar».

De esto, la mayoría hemos sido víctimas o por lo menos testigos. Especialmente, aquellos que caen en la lengua y la perversidad de quienes acusan sin fundamento o levantan chismes y testimonios que no les constan.

Edward Snowden utiliza el postulado de Brandolini, para ejemplificar las mentiras y las cínicas conductas que emanan de los gobernantes, las cuales, mientras ellos ostentan el poder, se les hace fácil justificar en el orden legal que ellos mismos manipulan.

Por ejemplo, alguna vez leí, que la mejor manera para garantizar que los diputados decretaran impuestos razonables, sería que ellos los experimentaran en sí mismos (digamos por un año) y luego de haber vivido y sufrido su genialidad, hagan el intento de aplicarlo al resto de la sociedad.

La idea es novelesca, pero no podemos negar que la mejor forma de aprendizaje para el ser humano, siempre ha sido por la experiencia en la conducta propia.

El objeto de esta nota no es señalar o atacar infundadamente a las buenas personas que hacen política y sirven en el Estado. Por supuesto, que mentir y ser un descarado, un ladrón, un aprovechado, un embustero, un manipulador, una persona intrigante y un destructor de los principios de cualquier orden social, económico, político, familiar y jurídico, no está reservado ni es exclusivo para los gobernantes, más bien se da en todo estrato, pueblo, familia, colegio, raza, profesión y sexo.

En ese sentido preocupa enfrentarse a personas que en su naturaleza perdieron por completo el temor a Dios, el respeto por la ley y el descaro ante el prójimo, pues llegan a convencerse de que todo lo que dicen, hacen y dejan de hacer está justificado.

Por razones válidas existe la percepción que cuando una persona se reúne con un político a discutir sobre algún tema, el político finge que entiende el punto de vista de la otra persona y esta se ilusiona creyendo que el político velará realmente por sus intereses. Igualmente sucede cuando hablamos con un «civil fanfarrón» que finge hablar con la verdad y la otra persona finge que le cree.

Los buenos gobernantes tienen como una de sus buenas características, el saber escuchar. No fingen que atienden un problema, sino más bien lo confrontan al margen de los intereses, e intentan resolverlo de conformidad con la ley.

Si el tema llamó su atención podría interesarles indagar sobre la: «Teoría della montagna di merda», del italiano Uriel Fanelli.

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