Luis Fernández Molina

España e Italia son como dos hermanos acunados y criados en el Mediterráneo; muy iguales en todo aunque el idioma parecido lo hablan de manera distinta. Durante los dilatados años del imperio romano el centro fue, obviamente, Italia, pero la península ibérica tuvo un papel muy protagónico en los asuntos generales. Cinco emperadores eran españoles, entre ellos dos de los grandes Trajano y Adriano. Se cuentan también muchos filósofos como Séneca.

Pero también vivieron otras grandes figuras españolas que destacaron en Roma; entre ellos está Lorenzo, originario de Huesca (norte de España) o de Valencia. Lorenzo, en latín Laurentius, es un nombre que se deriva del término latino “laurus”, que es laurel con cuyas hojas representan la gloria y la eternidad con que se coronaban a los homenajeados o laureados. En traducción libre sería “coronado con laurel”.

La iglesia cristiana crecía y se estaba consolidando en la capital y, como toda organización, necesita de administradores y tesoreros. Lorenzo era uno de los siete diáconos de Roma, de mucha confianza del Papa Sixto II. Tenía a su cargo la administración de los bienes y lo que hoy día serían las “labores sociales” de la Iglesia; distribuían ayudas entre los pobres y necesitados. Era como el gerente de la organización eclesial.

Como los emperadores romanos, paganos que eran, no podían detener el avance de la “secta cristiana” endurecían su persecución. El emperador Valeriano emitió en el año 257 cruel edicto que sancionaba con pena de muerte y el comiso de todos sus bienes a quienes se confesaran seguidores de ese tal Cristo que celebraban reuniones en catacumbas y comían a su Dios. El 6 de agosto del 258 el recién elegido Papa Sixto estaba celebrando una misa en un cementerio; fue aprehendido y conducido a su ejecución. En el camino se encontró con Lorenzo que le reclamó “Padre ¿por qué vas solo a una ceremonia cuando he estado contigo en todas las liturgias?” “No tengas apuro hijo mío que en pocos días me acompañarás”.

El gobernador de Roma, conocedor del próximo destino de Lorenzo lo mandó a llamar y le ordenó llevar todo el patrimonio y tesoros de la Iglesia porque el emperador necesitaba de fondos para costear una próxima guerra. El diácono pidió tres días para llevar a cabo tal encargo. En ese corto tiempo juntó a los pobres, enfermos, ancianos, mendigos, mutilados, leprosos, etc. que él ayudaba con las limosnas. Le ordenó formarse y mandó a llamar al gobernador y cuando se hizo presente le dijo: “Aquí te presento los tesoros de la Iglesia. Te aseguro que son más valiosos que los que tiene el emperador”.

La presentación no fue del agrado del gobernador quien, encolerizado, ordenó una muerte lenta para Lorenzo. Sufrió uno de los martirios más crueles al ser colocado encima de una parrilla al rojo vivo. En medio de la tortura Lorenzo agradecía a sus verdugos que le hayan dado la posibilidad de demostrar el amor incondicional que le tenía a Dios. La piadosa leyenda le atribuye decir que le dieran vuelta a la parrilla porque un lado ya estaba chamuscándose. Eso fue el 10 de agosto del 258.

Desde entonces se ha consolidado la devoción de San Lorenzo y es muy difundida en Italia y España, así como en las tierras conquistadas. El majestuoso Escorial, edificado por Felipe II, se denomina San Lorenzo del Escorial y tiene forma de parrilla evocando su martirio. En Guatemala existen varios pueblos que llevan su nombre y dos municipios, el natal de Justo Rufino Barrios, en San Marcos, y otro en Suchitepéquez.

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