María José Cabrera Cifuentes
mjcabreracifuentes@gmail.com

La semana pasada tuvo lugar una masiva manifestación de maestros quienes se localizaron en la Plaza de la Constitución con el objetivo de hacerse escuchar y que sus demandas sean tomadas en cuenta por las autoridades del país.

Tengo la suerte -pues así lo considero- de desempeñar mi ejercicio profesional en la zona 1, en cuyas calles camino día tras día. Hacer esto por el Centro Histórico se ha convertido en mi escape diario, en la bocanada de aire fresco que me distrae por unos instantes de mis labores y me regala un momento para relajarme.

Como en otras ocasiones, el día en que se llevó a cabo la manifestación el ambiente se tornó distinto. No únicamente por la cantidad de manifestantes y la agudización del tránsito vehicular, sino porque se respiraba un aire de inseguridad mucho más acentuado que cualquier otro día.

Las tiendas de los alrededores se llenaron de muchas de estas personas quienes por largas horas ingirieron bebidas alcohólicas en dichos locales sin que esto sea visibilizado por los medios de comunicación. Como supondrá usted amable lector, las paredes y aceras se encontraban impregnadas de desechos biológicos de los educadores y el fétido que se inhalaba por las calles era en realidad nauseabundo. No faltaron tampoco los maestros que abusivamente vomitaban una serie de piropos y derrochaban miradas lascivas al pasar cerca una mujer, toda una abominación.

No quiero insinuar que los maestros deberían abstenerse de manifestar y mucho menos cuestionar la legitimidad de las demandas de los educadores, sin embargo, es necesario señalar que la forma de actuar de muchos de ellos dista mucho de serlo.

Muchas cosas vinieron a mi mente, por ejemplo, la idoneidad de algunos de los educadores que de sobra demostrasen ellos mismos carecer del concepto de educación. Es pavoroso que la formación de nuestros niños esté en manos de personas como las que describo. Aclaro que esto no es una generalización y estoy consciente de la dedicación y esfuerzo con que muchos docentes ejercen su noble profesión.

Así como en esta situación, puedo pensar en algunas otras similares. La huelga de dolores, por ejemplo. Este año, decidí verla de cerca de lo que todos hablan y adentrarme en el mar de personas que concurren al afamado desfile bufo. Los asistentes reclamaban justicia, seguridad, y el final de la corrupción. Mientras esto ocurría, muchos estudiantes se comportaban injustamente acosando a los transeúntes y se emborrachaban en la vía pública. Esto por no mencionar el secuestro de buses que es en definitiva un acto vandálico. ¿Cuál es entonces la autoridad moral para exigir al gobierno algo que ellos mismos no están dispuestos a poner en práctica?

Recordemos también las históricas manifestaciones frente al Palacio Nacional llevadas a cabo durante 2015. A pesar de no haber acudido a ellas, en múltiples ocasiones tuve que pasar por la localidad que eligieron para hacer sus demandas. Pude observar más de una vez cómo quienes reclamaban el fin de la corrupción actuaban de forma contraria a la ley, pasándose semáforos en rojo, aparcando en lugares no permitidos, dejando la basura tirada en la calle, etc. Aclaro de nuevo, no todos los asistentes actuaban de la misma manera por lo que no intento aquí generalizar.

Y de la misma forma, millones de «ciudadanos» no respetan día a día la ley, son expertos en saltarse las trancas y aun así esperan que los funcionarios públicos procedan en forma distinta. Relativizar la corrupción y el cumplimiento de la ley no es más que una venda en nuestros ojos para justificar la magnitud de nuestras acciones. Las autoridades son reflejo de la sociedad, el día en que entendamos eso y empecemos a cambiar podremos tener esperanza de un futuro distinto

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