Luis Fernández Molina

Desde un punto de vista el libro es solamente un objeto. Cierto, es objeto que desde el inicio ha venido acompañando y consolidando el avance de la humanidad. En las nacientes culturas sumerias de Mesopotamia apareció en forma de tablillas de barro o madera. Empezaba la era de la inscripción. Siglos después se transmutó en los papiros, tomados de las plantas que crecían en las riberas del Nilo. Cuenta la leyenda que cuando el monopolio egipcio –o la dura competencia entre las bibliotecas de Alejandría y Pérgamo– condicionó la venta de papiro a la provincia de Lidia, los ciudadanos de esta última se las ingeniaron para producir los pergaminos de pieles de animales. Paulatinamente el pergamino fue sustituyendo al papiro en todo el mundo antiguo aunque resultaba costoso. Se formaban en rollos, filacterias o láminas cosidas, el antecedente de nuestros actuales formatos. Tan necesarios y valiosos eran que se han encontrado muchos palimpsestos que son los papiros “rehusados”, que para poder escribir y quedara en blanco, se borraba el texto anterior. Cabe hacer mención al “libro oral” que eran aquellas narraciones que los trovadores memorizaban para compartirlas en diferentes lugares de la antigüedad y se transmitían –igualmente de memoria- a los noveles aprendices; algunos relatores recitaban de memoria la Ilíada o la Odisea y libros de la Biblia.

En el siglo XII volvieron a aparecer las fibras vegetales en Europa porque llegaron desde el Lejano Oriente los secretos fabriles de China. En ese entonces se utilizaron, básicamente, fibras de algodón, lino y cáñamo. El invento de la imprenta, en 1450 provocó, irónicamente, una grave escasez de ese papel. Empezaba la era de la impresión y el gran despegue de la civilización. Sin embargo, pasarían 400 años, ya en plena Revolución Industrial para que se industrializara el proceso de la madera para producir pulpa. Aparecieron los libros de cartón y celulosa bien encuadernados y cortados. Empezaba la etapa de los grandes tirajes. En época muy reciente, primeros años del siglo actual, aparece la versión electrónica en los llamados “e-books”. Empezaba la era de la digitalización.

Por eso el libro es algo más que un objeto. Es la bóveda que custodia nuestros descubrimientos, el arcón que resguarda nuestros secretos, el disco duro de los siglos. Los humanos producimos ideas, pero necesitamos plasmarlas, conservarlas, transmitirlas; llevar registros, controles, anales. Por eso las tablillas de arcilla, los papiros, los rollos de pergamino. Los individuos vivimos algunas décadas, los libros duran siglos.

Pero hay algo más del libro. Un valioso tesoro que se esconde entre los pliegues de las líneas y en lo más íntimo de las letras. El libro es un nutriente vital de una de las mayores capacidades del ser humano: la imaginación. Cuando se lee se conectan los engranajes del entendimiento. Los ojos pasan revista con palabras que se convierten en ideas en el proceso intelectual que se desarrolla en el cerebro, en el que a su vez se relaciona con sus inconmensurables registros.

Otros ingenios del hombre han ido relegando al libro en algunas funciones. Con el manejo de la electricidad apareció la radio que transmitía información y difundía conversaciones como lo hacen los libros. Décadas después llegó el imperio de la televisión que nos desplegaba imágenes; nos difundía historias como lo hacen los libros. Luego el internet combinaba la información con el entrenamiento. Pero ninguno de esos inventos ha podido desplazar la fantasía del libro, la magia de la lectura.

“Cuando terminas de leer un libro no se acaba, se esconde dentro de ti” (Anónimo).

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