Luis Enrique Pérez
Tengo la impresión de que, en nuestro país, ha resurgido la controversia sobre imponer o no imponer la pena de muerte. También tengo la impresión de que, si hubiera una consulta popular, una notable mayoría de ciudadanos guatemaltecos opinaría que esa pena debe ser impuesta. Actualmente no se impone por una cuestión de procedimiento legal, aunque la Constitución Política de la República permite imponerla, y el Código Penal de Guatemala la impone.
Misiones extranjeras han intervenido en nuestro país para promover la abolición de la pena de muerte; y como parte de su intervención han intentado persuadir a los diputados de que debe ser abolida. Ninguna de esas misiones, o ninguno de sus miembros, ha agregado algún novedoso argumento para oponerse a la pena de muerte, sino que insisten, con infatigable obstinación, en repetir, hasta el hastío insoportable, los mismos argumentos. He aquí algunos de ellos.
Un primer argumento es que (por lo menos en nuestro país), la pena de muerte no es disuasiva y, por consiguiente, es inútil. ¿Por qué, entonces, imponerle la pena de muerte a un asesino que, antes de matar a su víctima, se ha complacido en dividir su cuerpo en tantas partes como lo exigía su propósito criminal, si un nuevo asesino multiplicara esa espantosa hazaña homicida? Empero, quizá con punible perversidad, se abstienen de opinar que la pena de prisión también sería inútil, porque condenar a la máxima pena de prisión a un asesino, no impide que haya asesinos. Tendrían que argumentar entonces, que la pena de prisión, como la pena de muerte, no es disuasiva y, por consiguiente, es inútil.
Un segundo argumento es que la pena de muerte por asesinato no repara el daño causado, es decir, realmente no logra que resucite la víctima. No creo que algún penalista defensor de la pena de muerte pretenda la resurrección de la víctima. En general, nadie que sea defensor de la pena de muerte, aunque padezca de alguna rara demencia, pretende tal resurrección, o pretende que haya que festejar la muerte legalmente consumada de un asesino, y brindarle una jubilosa bienvenida al asesinado que, por milagrosa gracia de la pena de muerte, ha resucitado. Evidentemente, una pena de prisión impuesta al asesino, aunque sea la máxima pena de prisión, tampoco provoca la resurrección del ser humano asesinado.
Un tercer argumento es que el Estado que impone la pena de muerte, por ejemplo, por asesinato, es él mismo asesino. Quizá sea el argumento más absurdo contra la pena de muerte, porque, entonces, por ejemplo, el Estado que condena a una pena de prisión, atentaría contra la libertad. Es decir, nadie tendría que estar en prisión. Se argumentará que no es lo mismo privar de la vida que privar de la libertad. Por supuesto, no es lo mismo. La cuestión esencial es que el Estado que legalmente impone la pena de muerte a un asesino, no transgrede el derecho a la vida, del mismo modo que el Estado que legalmente impone una pena de prisión a un ladrón, no transgrede el derecho a la libertad. Entiendo que el Estado es, no mero gobierno, sino la comunidad jurídica constituida por todos los ciudadanos. El gobierno es parte del Estado.
La pena impuesta a quien delinque no tiene que ser disuasiva. La finalidad de la pena es primordialmente imponer un costo, que puede ser o no ser disuasivo. En general, ninguna pena impuesta por la ley puede ser necesaria y universalmente disuasiva. Empero, esa carencia de necesidad y universalidad no implica que nadie debe ser legalmente penado. Solo implica que no todos serán disuadidos, y hasta puede suceder que nadie sea disuadido. Por consiguiente, por ejemplo, habrá asesinos aunque el asesinato sea penado con la muerte, o habrá robos aunque el robo sea castigado con la máxima pena de prisión. Y algunos seres humanos que cometen delitos graves pueden preferir la muerte y no la prisión vitalicia; y otros, la prisión vitalicia, y no la muerte.
Post scriptum. La ley penal es válida, no porque tiene un necesario y universal poder disuasivo, y porque, entonces, puede evitar el crimen. Es válida porque le impone un costo a quien delinque. Ese costo es la pena que la ley ordena imponer, aunque quien delinque desprecie ese costo.







