Juan Jacobo Muñoz Lemus

Reflexionar es como irse en un hoyo; aceptar el abismo y atreverse a ver lo que hay en el fondo. Sin reflexión, estamos condenados a ser concretos, adheridos a razones ya hechas y a defenderlas sin entenderlas como si en ello se nos fuera la vida. Impermeables a la introspección podemos caer en la figura de un loco vagando por el mundo y solo experimentando algún cambio cuando la vida nos echa una mano dándonos un empujón.

En el fondo está la oscuridad y las respuestas a preguntas que ni siquiera nos hacemos. Solo allí podríamos ver la fascinación por cometer errores necios y por conocer las cosas perversas que nos atraen de los demás. Estos hábitos nos hacen sentir vitales y soltarlos sería triste, porque se sentiría como perder un valor y hasta la fuerza. Es el dolor de la renuncia a las consecuciones inmediatas.

De cualquier manera, no podemos eliminar la existencia de la sombra; por eso es mejor conocerla y acariciarla como a una fiera con la que debemos convivir. Si somos un punto entre lo animal y la trascendencia sublime, hay que seguir el camino de consumirnos autocombustionados entre las llamas de nuestra bestialidad, y pasar por el infierno para salir de él. Mejor eso que ser suicidas de closet.

La conciencia y la verdadera cordura son dolorosas y tristes. Suelen hacer dudar y son menos imperiosas que nuestros complejos, que como construcciones inconscientes guían nuestros pasos por patrones de respuesta emocional que nos hacen reaccionar sin deliberación. No en balde muchas injusticias se han cometido en nombre de la decencia.

En una forma de sentirnos dentro y protagonizando en todos los escenarios, todos reaccionamos cuando nos sentimos retados por alguien o por algo y aceptamos cualquier desafío. Lo hacemos con un zoom que nos destaca para vernos grandes; pero si abriéramos el lente y nos atreviéramos a un paneo, veríamos que los contextos y la circunstancialidad nos difuminan, al punto de ser intrascendentes. Ante el dolor de no existir o ser solo una sola nota que pronto muere en escena; el miedo se activa y surge la necesidad de amar y ser amados; o al menos vistos. Tal vez el miedo mayor de todos sea a ser invisible.

Los humanos queremos ser eternos, como un sentimiento suspendido en el tiempo. Ser siempre y no querer morir. Todos somos egocéntricos en alguna medida, aunque no sea la misma. Es una tarea difícil contender con el ego de los demás, pero es titánica la misión de contender con el propio.

Sería mejor ser más filosóficos y menos neuróticos. La psicología cliché impone conceptos como baja autoestima, miedo al abandono, temor al rechazo o ansiedad ante el compromiso. Psicologismos simplones que no constituyen ningún diagnóstico porque a toda la gente le pasan. En todo caso el problema esencial es no saber quién es uno.

De cuánto nos conozcamos depende nuestra integridad y funcionalidad. Y de ellas la empatía, que sin duda será importante; porque sin aprecio, no hay opción de hacer nada apreciable. La soledad, como un santuario sagrado, ayuda a descontaminarse y hasta desintoxicarse. Es ella la que nos lleva a la tranquilidad; la misma que al mundo le parece una loca. Prometo que el esfuerzo por ego reducirse, hace la vida más llevadera y sosegada.

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