Eduardo Blandón

La avaricia es quizá el pecado capital más importante compartido por los políticos de casi de todos los rincones del mundo. Ese afán desmedido por las riquezas que los conduce a conductas dementes y ridículas. La insatisfacción hecha carne. El sentido profundo y permanente de siempre querer más. Refirámonos a algunos casos.

Veamos el ejemplo de Roxana Baldetti. Sin duda cuando hizo el ridículo en el lago de Amatitlán, invitando a periodistas a comer mojarras, posterior al milagro de aguas limpias, ya había amasado fortuna. Su saqueo ya era de colección y antología. Pero siempre quiso más. Y para ello, no le bastó hacer de payasa, oler las aguas del lago, hablar disparates ni proponer una fórmula marca “acme”. La idea era satisfacer su instinto de poder y obtener riqueza sin escrúpulo.

Consideremos a Pérez Molina. Cuando amarraba negocios con Monzón y Baldetti, ya guardaba millones como producto de la mafia en la campaña electoral, y quizá desde mucho antes (su pasado, como se sabe, es oscuro). Sin embargo, nunca escatimó estafar al Estado a través de atracos donde dejaba constancia (confiado que era) de cada una de sus acciones delincuenciales.

Y así se puede continuar con los nombres. No importa ser cafetalero ni banquero, siempre se quiere más. ¿Presidente del Congreso? Igual, hay que saquear a través de tranzas y plazas fantasma. ¿Dueños de televisoras y/o medios impresos o radiales? La convicción es la misma: estafar. El prurito de riqueza es desmedido, ilimitado y voraz. El avaro es un enfermo que merece ser confinado a una clínica o a una bartolina.

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