Los guatemaltecos nos encontramos cada vez más perdidos en el laberinto de una realidad dramática. Por un lado la certeza absoluta, sin el menor asomo de duda, de que vivimos en un sistema podrido hasta la náusea que es incapaz de componerse porque los que tienen la llave para propiciar los cambios son los que usufructúan esa podredumbre y corrupción en su propio beneficio, pero al mismo tiempo nuestro recato y respeto a las formas hace que nos topemos con una legislación que se convierte en camisa de fuerza para no dejarnos actuar y mantener al rebaño sometido a una legalidad que no por ilegitima deja de ser legalidad.

Dentro de menos de cinco semanas miles de guatemaltecos, muchos menos miles de los que quisieran los candidatos, irán a las urnas a votar por el que creen menos peor de todos los que están en la apuesta, pero aún y si Diógenes les iluminara y realmente se eligiera al menos peor, de todos modos el país no tendría el menor futuro político porque toda la apuesta electoral es, básicamente, parte de ese sistema podrido y descompuesto que sirve únicamente a la corrupción para facilitar el enriquecimiento ilícito de los que hacen política y de sus socios en el sector privado o en el crimen organizado que les financian y luego les cobran con creces.

Un laberinto es un enredo de vías deliberadamente armado para evitar que quien esté adentro pueda encontrar la salida. Justamente eso hicieron los que fueron moldeando paso a paso el sistema político guatemalteco, puesto que al generar el laberinto perfecto hicieron que el pueblo no pueda encontrar un salida racional y lógica a sus crisis, a la crisis que le empobrece y le roba sus oportunidades, porque toda salida aparente tiene un rótulo que dice “salida ilegal” u otro que dice “salida imposible, ruptura constitucional”.

Y el laberinto no es casual sino bien pensado para atajar cualquier esfuerzo ciudadano por resolver el problema de la corrupción. Es parte del diseño de la impunidad que se ha asentado en el país para garantizar que los corruptos puedan gozar libremente de su dinero mal habido y que el pueblo sea condenado por subversivo o golpista si trata de cambiar las cosas. ¿Estamos, entonces, condenados a soportar eternamente a esa clase política que desde el Congreso y las Cortes se burla de las aspiraciones populares para encontrar una vida decente?

Los ciudadanos tenemos que analizar nuestra situación. Detenernos en el laberinto para estudiar la situación y encontrar la salida que, puede ser, obligue a botar muros.

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